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¿Somos realmente un país rico en agua? Si ello depende de la cantidad de líquido que abunda sobre las costas de los océanos Atlántico y Pacífico o de la que corre en los caudalosos ríos de las macrocuencas, en especial las del Orinoco y Amazonas, la respuesta sería sí. Pero, la realidad indica que la riqueza de la que hacemos gala en escenarios internacionales no es tan cierta. Pese a nuestros extraordinarios humedales, nevados o aguas subterráneas, tanto por disponibilidad como por calidad, el líquido no alcanza para abastecer las necesidades de millones de colombianos que, en muchos territorios, afrontan serios problemas de inseguridad hídrica.

La reciente conmemoración del Día Mundial del Agua nos volvió a recordar que sin ella ninguna vida es posible. Aun así, 2 mil 200 millones de personas en el planeta viven sin acceso a agua potable. En Colombia se estima que un tercio de la población de sus centros urbanos soporta estrés hídrico debido a dificultades relacionadas con exceso, escasez o contaminación, según un estudio del Banco Mundial, en el que con sobrados argumentos se pide cambiar el rumbo antes de que se acelere la pérdida de este invaluable capital natural, desencadenando más pobreza, desigualdad y desplazamiento del campo a las ciudades.

Es indudable que el país afronta, por distintas razones, crisis que limitan sus reservas de agua. Desde los efectos del cambio climático hasta el crecimiento demográfico, pasando por la voraz expansión ganadera y agrícola, la sobreexplotación minera o el vertimiento de decenas de miles de toneladas de materia orgánica no biodegradable a los ríos. De acuerdo con este panorama, el agua potable demandada por los colombianos está bajo una amenaza permanente, lo que impide garantizar un adecuado abastecimiento, en particular en los territorios rurales donde, además, las inversiones en infraestructura son escasas.

Nada nuevo bajo el sol. El diagnóstico sobre estas recurrentes problemáticas conducentes a un eventual agotamiento del recurso, encarecimiento de su tratamiento o posible suspensión de su uso es conocido por todos. También lo son sus efectos en un país tan desigual como el nuestro, donde municipios de las periferias o incluso ciudades importantes soportan el impacto de anomalías pluviales, como consecuencia del calentamiento global. Adicionalmente, carecen de capacidad de adaptación climática a los fenómenos meteorológicos extremos que, cada cierto tiempo, golpean con dureza a sus habitantes, economías o entorno. Ahí está el caso de La Mojana, otra vez inundada. No fue posible cerrar el boquete de Cara e’ Gato en los últimos meses, ¿lo podrán hacer ahora cuando las lluvias están a la vuelta de la esquina?

En el resto de desafíos pendientes, es inevitable no detenerse en el impacto ambiental producido por el irresponsable manejo de aguas residuales domésticas y desechos industriales que sin ningún tratamiento son vertidos en cuerpos de agua usados para el consumo. Su contaminación imposibilita el derecho de todo ser humano a disfrutar de un entorno saludable, libre de enfermedades. Sin los adecuados servicios de abastecimiento de agua potable y saneamiento básico, las poblaciones más vulnerables y, en especial, sus niños y adultos mayores, son condenadas a severas restricciones que minan su desarrollo productivo, acumulando costos económicos en términos de capital humano.

Invertir en seguridad hídrica es una apuesta de futuro. La garantía de acceso a agua potable con un precio asequible —asunto no menos importante— no solo permite que las personas gocen de una vida sana. También facilita la restauración ecológica de territorios para recuperar sus servicios ambientales, entre ellos la disponibilidad de agua. No caben más retrasos en el propósito de robustecer las inversiones para superar las considerables deficiencias en la cobertura de estos servicios esenciales, fuente de progreso socioeconómico. En la lista de mejoras pendientes, se debe fortalecer el marco institucional, promover el desarrollo territorial, aumentar la resiliencia climática y aprovechar la economía circular de las aguas residuales. Seguir dormido en los laureles no es una opción, mientras el estrés hídrico va en aumento. Que no derive en un mayor déficit es una tarea prioritaria de los gobiernos, en todos sus niveles.