En la ruta electoral hacia el 2026, la precampaña presidencial luce desbordada antes de su inicio formal, en tanto el Gobierno, lejos de ser garantía de transparencia, trasluce un inquietante rastro de opacidad. Para ser precisos, el festín de contratos que firmó en las horas previas a la entrada en vigor de la Ley de Garantías Electorales, el pasado día 8, fue calificado por la Contraloría como un “comportamiento atípico y altamente concentrado”.

En el primer caso, la Misión de Observación Electoral (MOE) advierte sobre anomalías por propaganda extemporánea, pagos sin reporte y el módulo Cuentas Claras aún sin habilitar. Sin esa crucial herramienta del Consejo Nacional Electoral (CNE), que supervisa ingresos y gastos, no hay cómo ejercer vigilancia real o exigir rendición de cuentas, pese a que el país participa ya de masivos eventos de campaña. ¿Alguien sabe quién está pagando por ellos?

Hasta ahora se conoce que 42 precandidaturas gastaron casi $800 millones en publicidad digital entre marzo y octubre de este año, sin que existan reportes oficiales. Si ni siquiera es viable consultar la financiación de los precandidatos, ¿cómo se garantizará la transparencia del proceso? Ese primer eslabón de la cadena de legitimidad electoral, hoy, está fracturado.

En EL HERALDO, la MOE lo resumió con crudeza: no se sabe si los aspirantes desconocen la ley, la infringen deliberadamente o han decidido aprovecharse del vacío de información institucional. Por eso, la pregunta que formula su directora, Alejandra Barrios, es certera: “Si alguien no cumple las reglas en campaña, ¿qué podemos esperar cuando tenga poder?”

Puestos o dispuestos a saltarse las normas preelectorales, este Gobierno mostró ya de lo que es capaz. Ministros e incluso el presidente Petro han dado indicios de su flexibilidad para brincarse la restricción general de participación en política sin ningún pudor, lo que abre la puerta para que alcaldes y gobernadores hagan lo mismo y se “encampañen”, con lo cual el país corre el riesgo de entrar en un proceso electoral contaminado desde el origen por la capacidad de movilización de funcionarios administrativos con poder territorial y una chequera activa.

El uso de dinero público para aceitar maquinaria electoral es un viejo fantasma que siempre reaparece. La avalancha de contratos por $9 billones firmados antes del comienzo de las restricciones de la Ley de Garantías Electorales, según la Contraloría General, es elocuente. Solo el 7 de noviembre, en cuestión de horas, el Gobierno comprometió $6,1 billones, una cifra que casi triplica el promedio mensual de la contratación estatal en 2025. Inicialmente, el organismo de control habla de posibles fallas en la planificación de las entidades oficiales.

Aunque ante esta danza de los billones, la oposición denuncia presuntas irregularidades por la firma de convenios interadministrativos con organizaciones que fungirían de operadores electorales de facto, a favor del Pacto Histórico; la Contraloría anticipa que ampliará el seguimiento a contratos recientes para prevenir usos indebidos en logística, eventos y suministros, en aras de total transparencia; mientras los ciudadanos tenemos derecho —y obligación— de sospechar. De hecho, cabe esperar que el control político actúe con firmeza.

Más allá de excusas o victimismos, la democracia se sostiene sobre la desconfianza activa hacia el poder. No como prejuicio, sino como mecanismo de control. Exigir reglas claras no es obstaculizar la elección, más bien es garantía de legitimidad y confianza. Procuraduría, Contraloría, Fiscalía y Defensoría deben rodear a la Registraduría. En un contexto de tanta incertidumbre y opacidad financiera, no basta con confiar; se hace necesario verificar cada acto. Precandidatos, campañas y el mismo Gobierno deberían ser los primeros interesados en abrazar la claridad e integridad del curso electoral, en vez de tener que dar explicaciones.

Sobre todo por otra perla que no se puede desdeñar: la violencia política. La MOE registró, entre marzo y septiembre, 222 ataques contra liderazgos sociales, comunales y, en especial, políticos. Estos últimos aumentaron 33 % frente a igual período de 2021. ¿Qué duda cabe de que el accionar de las estructuras armadas ilegales por atentados, restricciones, censura o constreñimiento coarta la libre participación política y convierte el derecho a elegir y ser elegido en ciertos territorios en un acto de supervivencia? Sin articulación entre la política de seguridad, la de paz y la estrategia electoral, el andamiaje democrático perderá solidez.