Es doloroso comprobar cómo la irresponsabilidad vial sigue siendo una tragedia silenciosa que acaba con vidas de inocentes. Karol Torres, de 15 años, caminaba con su familia por un sector de Bogotá cuando José Eduardo Chala Franco, un taxista en estado de embriaguez, los atropelló. Por el impacto, la menor sufrió muerte cerebral. Martín, su hermanito de 7 años, se encuentra en estado crítico, mientras otros dos pequeños —también lesionados en el siniestro, entre ellos una bebé de tan solo cuatro meses de edad— se están recuperando.
No existen palabras para describir el dolor que deben estar sintiendo los padres de Karol y Martín luego de ser arrojados a semejante abismo de sufrimiento que nada ni nadie podrá reparar. Cada siniestro vial deja tras de sí un drama humano que rara vez ocupa más de un titular porque con toda seguridad una nueva tragedia lo desplazará del foco de la atención. Únicamente las víctimas de tan inesperadas desgracias, absolutamente prevenibles, están en capacidad de reconocer que sus consecuencias son reales, profundas y para toda la vida.
La raíz de este recurrente problema salta a la vista. Prácticamente conducir en Colombia es un acto de fe, no de responsabilidad. La obtención de las licencias es laxa; las normas de tránsito se cumplen si hay suerte; los controles son escasos y la impunidad, casi garantizada. En territorios donde apenas hay presencia de autoridades u organismos encargados de la vigilancia del tráfico, el respeto por la vida en las vías depende, por decir lo menos, del azar.
La cadena de irresponsabilidades —individuales, institucionales y estructurales— toleradas por la sociedad, es decir los actores viales, e incluso por el mismo Estado suma, a corte del pasado septiembre, 6.258 fatalidades a nivel nacional, 312 más que en igual periodo de 2024, un aumento del 5,25 %. Y aún faltan los datos del último trimestre del año, al que se considera de elevada siniestralidad. El exceso de velocidad y desobedecer las señales de tránsito vuelven a aparecer, de lejos, como las principales causas —más del 80 %— de estos sucesos, que a diario se cobran la vida de un promedio de 22,9 personas, casi siempre hombres, entre 15 y 35 años, usuarios de motos, que usan las vías como pistas de carreras.
Si se mantiene la tendencia de incremento sostenido de muertes, observada desde mayo, es probable que 2025 termine con un nuevo repunte de víctimas mortales luego de la ligera disminución registrada en 2024. Atlántico y Barranquilla, según cifras de la Agencia Nacional de Seguridad Vial (ANSV), se ubican en el deshonroso segundo lugar de los departamentos y ciudades capitales con más elevada siniestralidad vial del país, con 243 y 107 fatalidades, respectivamente: son 78 fallecidos más que los conocidos en el mismo lapso del año pasado.
En Soledad, el aumento de víctimas mortales en este 2025 ya supera el 78 % Pero, cuidado, no son meras estadísticas. No podemos resignarnos a ver estas muertes así. Como a diario lo reseñamos en EL HERALDO son vidas truncadas, historias inconclusas de gente, casi siempre joven, que fallece o sufre lesiones permanentes, mientras los responsables deben encarar largos procesos judiciales y cargar con el peso de la culpa de matar a un ser humano.
Jamás perdamos de vista que se trata de siniestros por conducir bajo efectos del alcohol, usar el celular al volante o por no hacer mantenimiento vehicular. Sucesos que también se originan en la falta de infraestructura segura por vías sin señalización ni pasos peatonales, diseñadas solo para carros y no para personas, rodeadas de casas y casas, en las que es indispensable reducir los límites de velocidad. Por si no bastara, el crecimiento de un parque automotor sin control ni regulación técnica suficiente, con carros y motos que carecen, en muchos casos, de los estándares mínimos de seguridad, lo hace todo aún más complicado.
Sinceremos esta conversación ante los datos críticos de Barranquilla, el Atlántico y el resto del país. Si el Gobierno, el Congreso, las autoridades locales y los ciudadanos no comparten ni asumen la gravedad de la emergencia, no encontrarán las rutas para superarla. No basta con campañas para crear conciencia, también se requiere control real, sanciones, cambios normativos y rediseño urbano que ponga la vida por encima de la velocidad. La seguridad vial debe ser un asunto central en el debate público, en vez de un eslogan de temporada.
Que el Tercer Congreso de Seguridad Vial, que este viernes realiza el Tránsito del Atlántico, sea el punto de partida para garantizar la movilidad segura y sostenible que tanto se pide.







