En Colombia, el derecho fundamental a la salud se ha ido socavando con celeridad, al igual que la confianza de los usuarios en el sistema. El laberinto de excusas, demoras y omisiones en la entrega oportuna de medicamentos, incluso de los más básicos o de bajo costo, que ya ni distingue entre regímenes de atención, retrata cuánto hemos retrocedido desde 2021.
Lo que antes se denunciaba como una falla ocasional es ahora una crisis estructural que se ensaña especialmente con las personas más vulnerables de territorios rurales distantes, a quienes las crecientes barreras en el acceso a sus medicinas los hace cada día más pobres.
Ante la imposibilidad de conseguir medicamentos vía canal institucional no tienen otras opciones que acudir al comercial, donde deben destinar —en ocasiones— hasta un 90 % de sus precarios ingresos mensuales para comprarlos. Es una condena absoluta para millones de colombianos, casi siempre adultos mayores, madres cabeza de familia y pacientes con enfermedades raras o huérfanas, que deben enfrentar completamente solos su condición.
El panorama estremece. Supersalud registra 685 mil reclamos por medicinas, un promedio de 1.600 diarios, y la Defensoría del Pueblo, desde 2022, ha tramitado 107 mil quejas, triplicadas entre 2023 y 2024. Esos datos e información con afectados, actores del sector y del control institucional describen la dimensión del actual drama en el informe defensorial “Medicamentos inaccesibles, derechos vulnerados”, revelado en Barranquilla esta semana.
Documento clave que aporta claridad sobre los factores estructurales y coyunturales detrás de la regresividad o el progresivo deterioro del derecho a la salud en Colombia. Sin duda, el sistema está desbordado por la falta de transparencia financiera de EPS, IPS y gestores farmacéuticos, retrasos en pagos, rupturas logísticas y barreras administrativas que causan una enorme distorsión, a tal punto que esa opacidad puede abrir espacios a la corrupción.
Al final, el problema no es de desabastecimiento, sino de desconfianza. Por el impago de las deudas debido a la falta de recursos suficientes, las cadenas logísticas no operan. Esto profundiza escollos que se traducen en demoras en autorización de servicios o en entrega de medicamentos, tensiones hacia el talento humano en salud —que enfrenta su propia tragedia—, además de frustración, impacto emocional o riesgo para la vida de los pacientes.
Si en Vichada, Chocó o Guainía la vulneración del derecho a la salud es crítica, en Atlántico la situación no es tan distinta. La Personería de Barranquilla ha recibido este año casi 10 mil quejas por fallas en la prestación del servicio y ha interpuesto más de 500 tutelas en defensa de usuarios. La suspensión de servicios de la IPS Bienestar a la Nueva EPS amenaza con dejar a 150.000 personas sin atención médica. A esto, que no es menor, se le suma un asunto alarmante: algunas EPS estarían eludiendo fallos judiciales rotando gerentes para evadir desacatos, una práctica que raya en el desprecio por el rigor de la ley y la dignidad humana.
Por no hablar de la odisea que significa para los habitantes de la ruralidad conseguir sus medicamentos debido a que los puntos de dispensación únicamente están en las cabeceras municipales. Si no se habilitan más aseguradores, la inequidad estructural del sistema, que no garantiza acceso universal ni efectivo, los seguirá castigando por el hecho de enfermarse.
El Gobierno no puede seguir actuando como el inquisidor del resto de los actores ni negar su responsabilidad. Las transiciones traumáticas impuestas en su estrategia de transformar el sistema de forma acelerada agravaron la crisis. Exministros y expertos coinciden en que el Ejecutivo, con Petro a la cabeza, ha actuado más desde la trinchera de la confrontación política que desde la responsabilidad técnica. Tremendo error porque hacer de la salud un campo de batalla ideológico ha traído consigo un alto costo humano que ahora pasa factura.
Colombia sí necesita una reforma de la salud estructural, consensuada, que no sea un salto al vacío. Forzarla, como anuncia Petro, vía un ‘Plan B’, luego de que el Consejo de Estado suspendiera provisionalmente la implementación de su modelo de salud y que los senadores de la Comisión Séptima suspendieran el trámite de la iniciativa a la espera de aval fiscal, es otra temeridad del Ejecutivo que persiste en extralimitarse en sus funciones.
Claro que urge transparencia en la cadena de pagos, fortalecer la gestión territorial y un plan viable para zonas rurales. Quedarse quietos, viendo cómo todo se desmorona es inhumano, pero la salud no debe depender de cálculos políticos e ideológicos y, sobre todo, no puede estar al vaivén de un Estado que, en lugar de proteger, ha abandonado a la gente.







