Al presidente Petro se le acumulan las rectificaciones ordenadas por la justicia. Entre ellas, está la sentencia de la Corte Constitucional que lo obliga a retractarse por llamar “muñecas de la mafia” a las mujeres periodistas. Una expresión que, de acuerdo con el alto tribunal, constituye una forma de violencia simbólica y de discriminación por razón de género.

La libertad de expresión no puede ser usada como instrumento para perpetuar violencias simbólicas ni reforzar estereotipos de género, especialmente cuando las manifestaciones provienen de quienes ostentan la más alta investidura del Estado, como bien recordó la Defensoría del Pueblo. Es evidente que a Petro se le dificulta entender que el lenguaje también es un acto de poder y, por tanto, de respeto, diligencia y responsabilidad frente a los derechos de las mujeres y de la prensa, en general.

Sin embargo, estamos frente a la punta de un iceberg que erosiona las democracias en toda América Latina, donde el poder ve al periodismo libre como su enemigo. El hostigamiento verbal, la estigmatización persistente, las presiones, las intimidaciones, los ataques digitales orquestados desde el mismo Estado y las maniobras para silenciar voces críticas mediante leyes, sanciones económicas o control institucional no son excepciones, sino que hacen parte ya de una tan lamentable como alarmante normalidad de la que Colombia no escapa.

En su reciente Asamblea General, la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) denunció el avance del autoritarismo en la región y la proliferación de discursos oficiales hostiles para deslegitimar al periodismo. Entre los casos más alarmantes figura el del presidente Petro, cuya narrativa contra medios y periodistas ha ido escalando hasta niveles preocupantes.

Su cuenta en X e intervenciones públicas se convirtieron en plataformas de estigmatización o de propaganda contra la prensa, donde acusa sin pruebas, denigra periodistas, los asocia con estructuras criminales y responsabiliza a medios de los males del país. Su discurso, replicado por funcionarios de su gobierno y amplificado por su ejército de influenciadores u operadores digitales pagados, no es solo retórica incendiaria, sino combustible, y del más inflamable, para la intolerancia que, bien sabemos, alimenta las violencias en nuestro país.

El resultado es un clima de odio y polarización que pone en riesgo la seguridad de los periodistas y anestesia a la sociedad frente al avance del autoritarismo. Matar al mensajero —una vieja estrategia del poder— sigue siendo una forma eficaz de desviar la atención de los verdaderos problemas. Es obvio: detrás de cada campaña oficial para desprestigiar la prensa se esconde un intento de controlar el relato, silenciar críticas y perpetuar privilegios.

Como advirtió la SIP, esas conductas violan principios básicos de libertad de prensa y son, en últimas, una apología de hechos violentos. Cuando es el presidente quien estigmatiza, la sociedad se fractura. Cuando es el Estado el que acosa o censura, la pluralidad informativa naufraga. Cuando se normalizan las agresiones verbales, la democracia acaba debilitándose.

No hay democracia sin periodismo libre. No hay pluralismo con medios públicos funcionando como cajas de resonancia del Gobierno de turno o si la independencia se castiga con amenazas o procesos judiciales. El presidente debe cesar de inmediato la estigmatización, dejar de insultar como forma de evitar rendir cuentas, garantizar el acceso equitativo a la información, respetar las líneas editoriales de los medios y permitir que el sistema de medios públicos refleje la diversidad del país, no una visión única: la oficialista.

La prensa no está por encima del poder, pero tampoco puede estar debajo. Su deber es estar al lado de la ciudadanía, como garante de su derecho a saber, como dique frente a la desinformación y las mentiras, como testigo incómodo de lo que el poder intenta ocultar. Atacar al periodismo es atacar la democracia misma. Deberíamos hacer un esfuerzo para entenderlo, porque quienes hoy lo permiten o celebran podrían terminar perdiendo su voz.

Es urgente abrir una conversación nacional sobre los efectos de esta narrativa hostil. Porque cuando se normaliza la estigmatización desde el poder, se condena a la prensa al silencio. Lo que ahora son palabras usadas como armas, mañana podrían ser agresiones físicas, juicios injustos o autocensura. La libertad de prensa no es un privilegio que concede el poder: es un derecho que lo limita, un derecho que todos estamos obligados a defender.