El pacto de La Picota, sellado con un apretón de manos entre Jorge Eliécer Collazos, alias Castor, y Digno Palomino, jefes de ‘los Costeños’ y ‘los Pepes’, y transmitido por la televisión pública como si fuera un acto de reconciliación nacional, debe entenderse como lo que realmente es. Lo hasta ahora concertado, de lo que más bien conocemos poco, corresponde a un acuerdo de no agresión entre bandas criminales que buscan redefinir su posición frente al Estado, para obtener beneficios o concesiones, sin perder del todo su control e influencia.

También conviene precisar lo que el pacto no es, para que sus facilitadores no traten de romantizarlo ni mucho menos usarlo con fines electorales. Este no es un proceso de paz ni una negociación política porque sus interlocutores no son actores armados con ideología, sino miembros de estructuras del crimen organizado, responsables de masacres, asesinatos selectivos, extorsiones, tráfico de drogas, entre otros delitos. De hecho, el triple crimen de jóvenes en el barrio Pinar del Río, pocos días después del anuncio, confirmó su fragilidad.

Así las cosas, el Gobierno nacional puede únicamente conversar para desescalar la violencia o desmantelar el crimen –un ‘diálogo sociojurídico’ de sometimiento– bajo el paraguas de la paz total urbana. Ni más ni menos.

Más allá del gesto entre Digno y ‘Castor’, antiguos socios, luego enemigos y ahora otra vez cercanos, este no deja de ser un símbolo vacío. Para avanzar en el trámite se requiere de una arquitectura institucional clara, transparente y verificable que en la actualidad no existe. Sin ella, la tregua –pactada hasta enero de 2026– podría terminar fortaleciendo las redes ilegales que intentará desmontar o, al menos, contener.

Y si preocupa que no se tenga el marco jurídico de la paz total ni las garantías institucionales que blinden el proceso o faciliten el desarrollo de lo acordado, desconcierta aún más la ausencia del Distrito y la Gobernación en el anuncio formal.

Cierto que ese fue más un show mediático que otra cosa, pero si se busca una transformación real del territorio, los entes locales deben ser protagonistas, no meros espectadores. Sin su vinculación, no habrá como implementar ni asegurar su sostenibilidad financiera, ad portas además de la entrada en vigencia de la Ley de Garantías, con lo cual cualquier acción podría quedar en el limbo o expuesta a ser instrumentalizada por sectores políticos de cara a las elecciones del 2026.

El pacto de La Picota, en sí mismo, no desarma ni reintegra. Que nadie asuma lo contrario. Ciertamente reducir violencia es un objetivo legítimo, pero cada paso exige participación de la sociedad civil, control ciudadano y verificación externa.

Sería un error imperdonable marginar a las víctimas porque le restaría total credibilidad al diálogo. Es fundamental que se establezcan compromisos para enfrentar verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición, en aras de que el proceso no sea el trampolín hacia una impunidad encubierta.

Cabría esperar que la experiencia de Medellín, Buenaventura o Quibdó sirva de espejo para no repetir los mismos errores de ceses sin avances reales, por ejemplo en términos de alternativas sociales y económicas para quienes integran los grupos.

Pactar treguas sin mecanismos legales o jurídicos ni estrategias serias, coherentes y sostenibles que avalen su cumplimiento solo allana el tortuoso camino para el habitual reciclaje criminal, a partir de la fragmentación de estructuras que resurjan con más fuerza exhibiendo nuevos liderazgos.

Sin una institucionalidad fuerte, claridad en reglas ni respeto por la ley, el diálogo con los jefes de ‘los Costeños’ y ‘los Pepes’, ubicados en primera fila para ser ungidos como gestores de paz mientras esperan su traslado a Barranquilla, nos adentra en terreno minado. Anticipa el alcalde Alejandro Char que si la gente le reclama más seguridad, pues hará presencia con “inversión, tecnología y pie de fuerza”, porque el Estado, la legalidad, deben estar primero.

La reacción de Petro ante el comprensible escepticismo de sectores locales no pudo ser más desafortunada. Su egocéntrica narrativa se enfocó en menoscabar los esfuerzos de la administración distrital, la Policía Metropolitana y la comunidad contra la criminalidad y en señalar que “las bandas tienen poder político y electoral” en la ciudad.

Si el presidente tiene pruebas de esa supuesta connivencia, haría bien en ponerlas en conocimiento de la Fiscalía, en vez de competir por los réditos políticos de las cifras de reducción de violencia. Llevamos tanto tiempo esperando que asuma un liderazgo responsable ante la crisis de inseguridad que su salida en falso en redes sociales no augura nada bueno frente a su pacto de La Picota.