Cuando todo el mundo daba por hecho que la decimoquinta Cumbre del Foro Mundial sobre Migración y Desarrollo (FMMD) se celebraría en Barranquilla, como ya se le había anunciado a la comunidad internacional, el presidente Petro decidió que se iba a realizar en Riohacha.
Ahora que el encuentro terminó, su balance es agridulce. Si bien es cierto que la cumbre, que reunió, según la Cancillería, a 1.500 asistentes de distintos países, cifra inferior al aforo inicial previsto, ratificó a la capital guajira como un territorio que abraza la inclusión y la diversidad e impulsó sectores de su economía; también lo es que delegados de la sociedad civil local lamentaron que debates sobre los retos migratorios en su territorio se quedaran en retórica. Su expectativa de concretar soluciones o acciones efectivas no se materializó.
Que no acaben en letra muerta las conclusiones de un foro global como este, en el que la presencia de organizaciones ciudadanas e iniciativas privadas es más significativa que la de los mismos Estados, se convierte en una hazaña épica. En un mundo ideal, estas se deberían transformar en políticas públicas de carácter nacional o en instrumentos multilaterales que garanticen migración regular, movilidad laboral y respeto para los derechos humanos de los migrantes. Pero bajo el actual contexto de endurecimiento de las políticas migratorias, en especial en Estados Unidos, la realidad se presenta cada vez más hostil para esta población.
Precisamente el informe de las Defensorías del Pueblo de Costa Rica, Panamá y Colombia, divulgado en otra cumbre, la de Movilidad Humana y Trata de Personas, en Bogotá, revela la dimensión del drama de la migración inversa que se origina en el norte del continente hacia países del sur. Su aumento sin precedentes entre enero y agosto, con más de 14 mil personas retornando desde México y Estados Unidos e ingresando a Colombia, revalida la vulnerabilidad de quienes, ante la imposibilidad de entrar a territorio norteamericano, no tienen más opción que desandar sus pasos para regresar a sus sitios de origen cuanto antes.
Lo hacen en condiciones extremadamente críticas, sin recursos ni garantías de seguridad o protección, en particular en el caso de mujeres y menores que viajan no acompañados por los riesgos de violencia física y sexual. Detrás de este tránsito irregular aparecen, cómo no, las mafias transnacionales o estructuras criminales que ya adaptaron sus “paquetes” a la urgencia de retorno de migrantes en la ruta Costa Rica-Panamá-Colombia. Son las mismas que antes controlaban el paso sur-norte en los puntos fronterizos, cada día más desolados.
Lamentablemente, quienes nunca llegan a tiempo ni aseguran una presencia eficaz son las autoridades, cuya respuesta estatal –de acuerdo con el informe señalado– es “insuficiente, fragmentada, sin coordinación entre países ni respuesta humanitaria”. Dicho de otra forma, es lo mismo que pasaba antes, solo que ahora los migrantes transitan en sentido contrario.
En lo que tampoco se constata variación alguna es que Colombia, como punto estratégico de las rutas migratorias hacia el sur del continente, sigue siendo un corredor crítico por la presencia de grupos armados ilegales. Estos disparan la amenaza de reclutamiento forzado, explotación, violencia sexual y trata de personas para una población de por sí victimizada que no denuncia los abusos, en vista de su enorme desconfianza hacia la institucionalidad.
El severo recorte de los fondos de ayuda a migrantes y a programas humanitarios por la reestructuración de la USAID, la agencia de cooperación al desarrollo de Estados Unidos, en el inicio del gobierno Trump, de la que Colombia dependía en un 70 %, incrementa el desafío para dar una respuesta integral a la crisis invisibilizada de la migración inversa. Si a esta se le suman las deportaciones masivas, el escenario se torna aún más complejo para la región.
La movilidad humana es imparable. La migración tiene que ser regular, ordenada y segura, entendida como un derecho, para que quienes emigren lo hagan con garantías y quienes retornen de forma voluntaria encuentren espacios dignos. Aunque la clave, así suene idílico por lo lejos que estamos de ello, sería que los países se esfuercen en generar las condiciones económicas, ambientales e incluso sociales, para que sus nacionales decidan no marcharse.