En cuestión de horas, las disidencias de las Farc asesinaron a 19 compatriotas. Seis de ellos civiles que se encontraban en inmediaciones de la Escuela Militar de Aviación Marco Fidel Suárez en Cali cuando estalló uno de los dos camiones cargados con cilindros bomba, con los que el frente Jaime Martínez, al mando de alias Iván Mordisco, pretendía su destrucción.
Los otros 13 fallecidos eran policías a bordo de un helicóptero en Amalfi, Antioquia. Los uniformados, entre ellos el patrullero barranquillero José Daniel Valera, respaldaban labores de erradicación manual de hoja de coca. Con drones, el frente 36 de las disidencias, el de alias Calarcá, con el que el Gobierno mantiene diálogos de paz, derribó el aparato.
El actual ciclo de violencia criminal o la descentralización del conflicto, expresado en la expansión y reconfiguración de grupos ilegales, el aumento de la confrontación armada y la diversificación de sus portafolios de economía ilícita retratan el desolador panorama de seguridad. Por mínima humanidad, más allá de prismas ideológicos de derecha o de izquierda, estos hechos tan repudiables como indignantes causan dolor de patria y, sobre todo, una sensación de angustia o miedo al constatar el sostenido retroceso de la seguridad ciudadana, como resultado de realidades que si bien es cierto no son nuevas, sí se han acelerado por las malas decisiones del inquilino de la Casa de Nariño en los últimos 3 años.
Por un lado, el fracaso de la política de paz total, que en su afán de mostrar rápidos resultados apostó por ceses al fuego sin protocolos ni garantías, al igual que por procesos sin método ni estrategia en los que no se contempló un marco jurídico ni una arquitectura institucional que soportara y consolidara los acuerdos alcanzados en mesas de negociación.
Por el otro, el fracaso de la política de seguridad humana y defensa nacional. A estas alturas, el Estado luce acorralado en muchas regiones por el fortalecimiento de grupos armados que ganaron tiempo precioso en diálogos sin rumbo, que tampoco generaron los prometidos alivios para la población. Por el contrario, debido a la fragmentación de los actores ilegales, cada día más enfrentados por control territorial y social, la crisis humanitaria se profundizó.
Ante la evidente transformación de la guerra, de la sofisticación de la amenaza terrorista, como lo demuestra el uso de drones por las disidencias, algo que cambiará la correlación de fuerzas del poder aéreo, otrora exclusivo de las Fuerzas Armadas, se hace indispensable reconocer la pérdida de las capacidades estatales para contener la violencia. También es acuciante hacer preguntas sobre por qué se debilitó la operatividad del sector defensa, en el que se habla de parálisis, crisis presupuestal, ausencia de liderazgos efectivos con experiencia luego de las sucesivas purgas del Gobierno y una creciente desmoralización.
¿Cuál es el papel que juega en la toma de decisiones estratégicas de seguridad nacional la Dirección Nacional de Inteligencia (DNI), de la que poco o nada se sabe tras el paso del prófugo de la justicia y asilado político de la dictadura de Nicaragua, Carlos Ramón González? No es un secreto que las Fuerzas Armadas han actuado durante largo tiempo de forma reactiva y ahora cuando tratan de recuperar la iniciativa para ir a la fase ofensiva, no solo les cuesta, sino que no cuentan con recursos o medios para hacerlo con contundencia.
Las consecuencias de esta lamentable situación a la que se vieron empujados los héroes de la patria las pagan hoy con sus propias vidas. Mientras que la gente las sufre en sus regiones por el incremento de extorsiones, secuestros, desplazamiento forzado o reclutamiento de menores. Alcaldes y gobernadores, por su reducido margen de acción, reclaman más seguridad, pero sus llamados rara vez son valorados. ¿Persistirá Petro en sus errores ahora que el ciclo de la negociación llegó a su fin o rectificará antes de que la regresión al terror, a la criminalidad más brutal, se intensifique en la medida en que se acerquen las elecciones?
Ante el desvarío de los violentos, unidad. Eso lo primero. Nuestra fuerza pública necesita y merece el respaldo de la ciudadanía. Al igual que los gobiernos departamentales, distritales y municipales que bien podrían recibir más apoyo y menos palos en la rueda de su gestión. Ni los unos ni los otros pueden solos. Confiemos en la capacidad institucional que aún conservan en medio de las dificultades para encontrar soluciones en materia de seguridad.
Sin embargo, el Ejecutivo no puede seguir supeditando la entrega de recursos a conceptos vagos o difusos sobre lo que a su juicio debe ser la seguridad, desestimando la visión de los territorios ni las urgencias de sus necesidades. Es su obligación constitucional trabajar de la mano con sus autoridades sin condicionamientos e imposiciones. También lo es definir con claridad, en medio de esta crisis desbordada, si seguirá dándoles espacio a los terroristas que con sus demenciales acciones han devuelto a Colombia a la violencia más extrema.
Presidente, que el “día de muerte” del jueves no sea el pan diario de su cierre de gobierno.