Si el dolor es el sentimiento mayoritario en Colombia tras la muerte del senador y aspirante presidencial Miguel Uribe Turbay, la unidad se ha convertido en el llamado más recurrente de sectores públicos y privados en sus mensajes de solidaridad. Es el paso que debemos dar, aunque en medio de tanta desesperanza, indignación e inexcusables mezquindades políticas parece poco probable. Haría falta, como señaló la valiente María Claudia Tarazona, “rechazar cualquier acto de violencia o venganza”. Lo que habría deseado el propio Miguel.
El sino trágico del congresista, que comenzó hace 34 años con el crimen de su madre, Diana Turbay, conmueve al país, también al mundo entero, que no acaba de comprender cómo la violencia, en momentos distintos de nuestra historia, se cobró sus vidas de forma tan cruel.
Detrás de este par de víctimas, como también lo son los compatriotas asesinados a diario en defensa de sus luchas y convicciones sociales, políticas, ambientales o de otras causas, se esconde el fracaso de una nación que no ha sabido cómo honrar el legado de sus mártires ni desactivar el origen del odio fratricida que ha calcado la misma tragedia durante décadas.
El nuevo capítulo de este calvario nos dice que Miguel Uribe Turbay, demócrata valiente, hombre íntegro, esposo y padre devoto, líder relevante del principal partido de oposición del país, fue silenciado por las balas de una estructura criminal que aún estamos en mora de saber cuál es. Seis personas, entre ellas, el menor de edad que le disparó, y Elder Arteaga, alias el Costeño, cerebro logístico del magnicidio, se encuentran en poder de la Fiscalía, pero aún Colombia no conoce quiénes son sus autores intelectuales ni sus determinadores.
Horas después del deceso del senador, el ministro de Defensa confirmó el asesinato en Venezuela del ‘Zarco Aldinever’, supuesto responsable del magnicidio, uno de los hombres de confianza de ‘Iván Márquez’, máximo jefe de la disidencia de las Farc conocida como la Segunda Marquetalia. Bajo ninguna circunstancia su ‘conveniente’ desaparición, a manos del Eln, debe cerrar esa hipótesis. Sin verdad ni justicia, jamás será posible la reconciliación.
Demasiados crímenes irracionales sumidos en la más absoluta impunidad han impedido la construcción de una Colombia en paz. ¿Hasta cuándo seguiremos transitando un camino de angustia, vileza e infamia sin final ni punto de llegada? Nadie tendría que ser asesinado por pensar distinto ni una determinada orientación política equivale a una sentencia de muerte.
Este magnicidio, el primero desde 1995, debe ser un punto de inflexión para toda Colombia.
Inicialmente, para el gobierno de Petro que debe esforzarse con sentido de urgencia para ofrecer las garantías democráticas que permitan hacer campaña y celebrar elecciones en paz, seguras, en las que la violencia política no tenga cabida. También es pertinente que el presidente refrene el insoportable cálculo electorero de su impresentable jefe de Gabinete y vocero, el pastorcito Alfredo Saade. Si lo consigue, hasta podría reducir la ruindad que desprestigia a su Ejecutivo. Si no, sentaría Petro un lamentable precedente frente a su permisividad con un sujeto que hace mofa del asesinato de un líder al que debían proteger.
Es un deber permanente de los demócratas defender el valor de la vida, la libertad, la paz y la seguridad efectiva. No lo es pisotear la dignidad de las personas, como tantos desalmados hicieron –vía redes sociales– mientras Miguel luchaba por sobrevivir. El clima de destrucción moral, de hostilidad verbal, de agresión contra el adversario político, que incita formas de violencia debe cesar antes de que envenene aún más el ambiente de la campaña electoral.
Ese terrible legado de venganza o rencor, de terror e injusticia de los violentos, replicado por actores políticos con un irresponsable lenguaje de confrontación, no puede seguir. Si no somos capaces de dejar atrás esa herencia maldita, será realmente muy difícil que se alcance un consenso en torno a la unidad. Inestimable valor que desprecian quienes buscan polarizar o dividir, hacernos odiar, para mantener a la gente aislada, para reinar en el caos.
Esto no va de buenos ni malos, de vencedores ni vencidos, de borrón ni cuenta nueva. Es responsabilidad del Gobierno, de los líderes del oficialismo, del Centro Democrático y de los demás sectores políticos, de la Justicia, las fuerzas vivas de la nación, la sociedad civil y los medios de comunicación, de todos, recuperar la conciencia colectiva frente a la paz social.
La defensa de la democracia y de sus instituciones no se negocia. En honor a la memoria de Miguel y de tantas víctimas es esencial una reflexión valiente, una autocrítica sincera, sobre nuestra catástrofe para frenar la deriva insensata de la violencia que ha repetido la dolorosa historia de orfandad que padeció Miguel en Alejandro, su pequeño hijo de cuatro años.