Su anuncio de convocar por decreto la consulta popular sobre las 12 preguntas de la reforma laboral acerca al presidente Gustavo Petro, como nunca antes en sus casi 34 meses de gobierno, al abismo del autoritarismo. Si lo materializa, consumará la ruptura del orden constitucional de Colombia, que nos expone a una deriva totalitaria, apenas equiparable con los efectos de un golpe de Estado que pone en riesgo la estabilidad de las instituciones y la sostenibilidad misma de la democracia que es, en últimas, la que aparece hoy bajo amenaza.
A estas alturas, cuando los escándalos de corrupción e irregularidades, protagonizados por su entorno cercano, Bonilla, Roa y compañía, lo acosan, Petro pasa de desafiar la separación de poderes, como lo ha hecho prácticamente desde el inicio de su mandato, a intentar quebrarla. Luce determinado a quemar las naves de su proyecto político, aunque esto signifique que arda el país entero. Su intentona despótica, predecible entre los aspirantes a caudillo, que ha alarmado y unido, como rara vez sucede, a sectores políticos, económicos y sociales, lo trae sin cuidado, porque al personaje lo que le renta es desatar el mayor caos posible.
En consecuencia, desconocer la negativa del Senado sobre la consulta popular y, de paso, su autonomía; afirmar que no hubo una decisión válida, omitir el papel de los jueces –los únicos facultados por la Constitución para revisar la legalidad de los actos administrativos–, y arrogarse competencias que no le corresponden, no es nada distinto a pretender una colonización fraudulenta del Estado.
Petro sabe que fractura el equilibrio democrático del país sostenido en un sistema de pesos y contrapesos que cuenta con mecanismos de control recíproco, lo cual lo hace aún más inaceptable e irresponsable, pero no dará marcha atrás. Persiste Petro, también su ministro del Interior, en citar supuestos vicios insalvables en el trámite legislativo –“cadena de trampas, mentiras y jugaditas”, así los rotulan– para justificar su arbitrariedad política y, sobre todo, jurídica. Sin embargo, no por repetirlos con ardorosa insistencia cambiarán los hechos que no les resultaron como esperaban. Es evidente que el jefe de Estado ni su operador político aceptan su derrota en el Senado, que negó la solicitud de concepto favorable, 49 votos a 47, a la consulta popular hecha por el propio mandatario.
Desde entonces han transcurrido 22 días y no ha pasado uno solo en el que el jefe de Estado o sus ministros del triunvirato del poder, Interior, Salud y Trabajo, le metan miedo al país, arremetan contra el Senado, hoy ad portas de votarles la reforma laboral, e intenten imponer su relato populista sobre enemigos imaginarios contra el pueblo para tratar de doblegar a los demás poderes públicos o las instituciones que se resisten a sus imposiciones.
Saltarse las formas de la democracia al convocar –sin el aval del Senado– una consulta popular constituye un atentado contra la separación de poderes, la base del Estado de derecho. Hábilmente, Petro hizo de la polarización un arma de destrucción masiva para acrecentar la desconfianza hacia las élites políticas y económicas, socavar la voluntad de diálogo y confirmar que con el contrario, al que estima su enemigo, no es posible construir acuerdos. Su narrativa de confrontación, copiada erróneamente por ciertos sectores, le allanó el camino para tratar de gobernar a cualquier precio, cruzando líneas rojas o desmontando el ordenamiento constitucional, como pretende al sustituir a los demás poderes. La democracia tiene sus reglas y la soberanía popular no está por encima de ellas.
Frente a la incompetencia e inmoralidad que asuelan al ‘Gobierno del Cambio’, su insensata aspiración de ‘decretarnos’ una autocracia no es una opción legal ni real. ¿Qué nos queda?
Lo primero, confiar en la solidez del Poder Judicial representado en las altas cortes que más temprano que tarde tendrán que revisar la legalidad de la consulta o de las demandas en su contra. Su salvaguarda de la Constitución ha sido incontestable, como su independencia. Y ante semejante afrenta no será la excepción.
Y lo segundo, con actitud responsable, moderada, la ciudadanía debe unirse, alzar la voz, en defensa de sus derechos y libertades frente a intolerables abusos de poder. Lo ideal sería que Petro controlara sus impulsos autoritarios y respetara la Constitución que juró resguardar. Pero no parece dispuesto a abandonar el atajo arbitrario por el que se desvió con una intención meramente electoral.