https://www.youtube.com/watch?v=kyJC6P-w1eM
En la vida, como en la búsqueda de la paz, los colombianos experimentamos constantes déjà vu. No es de extrañar. Llevamos seis décadas en guerra sin que aún seamos capaces de desactivar las causas que originan el horror de la maldita violencia fratricida que nos ha roto por completo. La desmovilización de miles de combatientes no solo de las Farc, también de estructuras del paramilitarismo y otros grupos armados al margen de la ley no ha bastado para acabar el conflicto más extenso del hemisferio occidental. Los insistentes mensajes de paz, justicia y reparación de las víctimas, así como los descomunales esfuerzos de la sociedad civil siguen quedándose cortos ante la barbarie del terrorismo que cada cierto tiempo lanza zarpazos mortales contra las legítimas aspiraciones de millones de ciudadanos que anhelan vivir por fuera de las trincheras del conflicto, tanto el armado como el social. No se puede ocultar lo evidente.
La foto en la que se ve al alto comisionado para la Paz, Danilo Rueda, hablando con representantes de las disidencias ‘Jorge Briceño’ y ‘Carolina Ramírez’, en las selvas del Caquetá, es el retrato fehaciente de la historia inconclusa de la paz. Ponerle fin se ha convertido en la mayor aspiración de un país cansado de contar muertos. Eso no se discute. Sin embargo, el diálogo “exploratorio” con estas estructuras armadas ilegales, al igual que los previstos con la Segunda Marquetalia, al mando de ‘Iván Márquez’, antesala de una eventual negociación, produce tantos interrogantes como cuestionamientos que haría bien el Ejecutivo en tratar de resolver antes de que la desconfianza que suele acompañar estas iniciativas crezca al punto de precipitar un descontrol difícil de reconducir.
El asunto tiene su mayor potencial desestabilizador en el reconocimiento político que los emisarios de la paz total han concedido a estas organizaciones al margen de la ley. El mismo que demandarían, nada conduce a pensar lo contrario, las demás disidencias que también han pedido pista. Todas rearmadas tras la desmovilización de las Farc en 2017, a partir de un nuevo y masivo reclutamiento teniendo en cuenta los ejércitos que hoy las conforman, y “dedicadas principalmente al narcotráfico”. Esto último advertido por la Human Rights Watch. Esta ONG, como otros actores y sectores vinculados a la paz y a los derechos humanos en el país, considera que llamarlas “estado mayor de las Farc-Ep” es contraproducente y no es propio de un gobierno que se ha comprometido a implementar el acuerdo de paz”. Señal contradictoria.
Desescalar la intensidad del conflicto en los territorios en los que hacen presencia es la principal oferta de las disidencias que ponen sobre la mesa ceses bilaterales al fuego, “lo antes posible”. Sin embargo, de renunciar al control o manejo de las economías ilícitas, aún nada de nada. ¿Cuál es su real voluntad de abandonar la violencia? Difícil saberlo. Ni siquiera el Gobierno lo tiene claro. Tampoco parece tener definida la ruta jurídica para hacer el esguince a lo dicho por la Corte Constitucional que, al otorgar blindaje jurídico al Acuerdo de Paz, cerró la puerta de los beneficios de la justicia transicional a quienes desertaron o traicionaron la opción de construir la paz. Este punto tiene nombre propio: ‘Iván Márquez’. Abordar una negociación política con disidentes que, como en su caso, fueron expulsados por la propia JEP ante sus reiterados incumplimientos es un riesgo que el actual Ejecutivo estaría decidido a correr.
Vincularlos a una negociación en vez de exigir su sometimiento o acogimiento a la justicia, como se proyecta con las estructuras narcoparamilitares del Clan del Golfo o de ‘los Pachenca’, podría sentar un precedente nefasto. No solo frente a quienes apostaron por la paz y así se han mantenido, pese a la falta de garantías para implementar lo acordado. También de cara al Ejército de Liberación Nacional, considerado, como en su momento las Farc, un actor de origen político. ¿Las disidencias catalogadas como narcotraficantes puros y duros lo son? Normalizar lo que es anormal podría ser una nueva definición de ‘tragarse un sapo’, expresión tan popular durante las conversaciones en Cuba. Sin duda, este es el punto de partida del actual gobierno que, mira por dónde, podría lanzarnos a un bucle inacabado de intentar cerrar acuerdos con la premura de mostrar resultados, sin fijar límites ni condiciones en una negociación que podría desembocar en la deriva. Marcar un rumbo coherente es imprescindible para dar pasos certeros hacia el irrenunciable propósito de vivir en paz porque no todos caben en el mismo saco, ¿o sí?