Durante años los barranquilleros se quejaron de que le habían dado la espalda al río. Y era así. La cadena de fábricas instaladas a lo largo de la Vía 40, junto al abandono de los caños, impedían a los ciudadanos una conexión natural y cotidiana con la arteria fluvial que daba su razón de ser a Barranquilla.
Esta anomalía histórica se ha superado con la construcción del Gran Malecón y toda la infraestructura vial que lo rodea. Una obra que ha supuesto para la ciudad una poderosa transformación urbana, social y cultural, cuyo impacto ya se ha empezado a sentir.
El anhelado reencuentro con el río ocupaba de tal modo nuestra imaginación, que muy pocos prestaban la atención suficiente a otro tesoro que teníamos ante nuestras narices: nuestra condición de estuario, de punto de confluencia del río Magdalena con el mar Caribe y la Ciénaga de Mallorquín. Un contexto geográfico prodigioso que incluye hasta una playa urbana, Puerto Mocho, que hasta hoy solo aparecía en nuestras conversaciones en épocas electorales como ineluctable destino de los candidatos ‘ahogados’.
Todo este potencial turístico, económico y -sobre todo– ecológico lo ha sabido ver el alcalde Jaime Pumarejo, quien esta semana anunció un ambicioso proyecto para desarrollarlo. Y estamos convencidos de que, si la iniciativa llega a buen puerto, estaremos ante otra obra de profundo impacto en la vida de los barranquilleros.
El proyecto, estimado en unos $300 mil millones, contempla la recuperación ambiental de la ciénaga de Mallorquín, un ecoparque con senderos ecológicos, miradores palafíticos y una zona para la práctica de deportes náuticos y ciclovías. Además, la puesta en marcha de un tren eléctrico que conectará con Bocas de Ceniza y que permitirá a los visitantes contemplar el encuentro del río con el mar. Y, como se dijo antes, la conversión de Puerto Mocho en la playa barranquillera.
Este plan se inscribe, como lo señaló Pumarejo, en la voluntad de hacer de Barranquilla la primera biodiverciudad del país, como se califica hoy a las urbes que hacen una apuesta decidida por el desarrollo sostenible y por la formación de una conciencia de respeto ambiental entre sus ciudadanos.
Ojalá el proyecto se ponga pronto en marcha, entre otras cosas para rescatar a Malloquín del grave proceso de deterioro en que se encuentra. Y si las cosas salen según lo previsto, los primeros beneficiarios serán los habitantes de la zona de la ciénaga, que hoy viven en condiciones de precariedad.
Al final del camino, lo que quedará es una ciudad que se habrá reencontrado con el río, con el mar, con la ciénaga... En suma, con el entorno natural al que debe su existencia.