El pasado lunes se cumplieron 167 años desde que el gobierno del presidente José Hilario López decretó la abolición de la esclavitud en Colombia, 12 años antes que Estados Unidos, 18 después que Inglaterra y 19 antes que España.
Sin embargo, este acto administrativo y legal fue por años una expresión nominal de reconocimiento de derechos que en la práctica ha tardado demasiado tiempo en convertirse en parte fundamental de nuestra realidad.
El aporte de las comunidades negras, raizales y palenqueras a la construcción de la nación colombiana es innegable y determinante en lo que somos, no obstante la tardanza de la sociedad en reconocerlo: solo hasta la Constitución del 91 se dejó escrito expresamente la importancia de los afrocolombianos en todos los órdenes de la vida del país. Antes de la nueva Carta Política nos habíamos quedado con el decreto de 1851, y eso nos parecía suficiente.
Pero los prejuicios raciales, la desigualdad de derechos, la pobreza de las comunidades negras del Pacífico y del Caribe, y la falta de protección de los patrimonios culturales continuaron siendo la constante en un país que parece resistirse a asimilar con orgullo su herencia africana. Los ejemplos abundan. Basta con darse una vuelta por algunos territorios del Pacífico para constatar las desiguales luchas jurídicas contra el Estado que por más de siglo y medio han librado habitantes centenarios de territorios ancestrales para poder obtener los títulos de las tierras en las que siempre han vivido. En estas largas e injustas batallas, incluso han perdido la vida decenas de líderes sociales que se han resistido con valentía a que su pueblo siga sometido al ignominioso tratamiento de los parias, de los esclavos de hace dos siglos que no tienen derecho a ser dueños de nada.
Desde los tiempos en los que Benkos Biohó se rebeló contra sus opresores españoles en la Sierra María, los pueblos negros nos han dado –y nos siguen dando– enormes lecciones de dignidad, de valentía, de orgullo, de sed de libertad, a pesar de las adversidades, del sufrimiento constante y de las múltiples maneras que hemos ejercido para desconocer su condición de ciudadanos.
Así que el Día de la Afrocolombianidad, que celebramos con tibieza cada 21 de mayo, debe ser mucho más que el recordatorio de la letra muerta, porque el aporte de las comunidades negras sobrepasa por mucho a las pintorescas imágenes de las agencias de turismo. La lengua, la música, la literatura, la sabiduría ancestral, el deporte, la ciencia, la educación, todo lo importante que hemos querido ser pasa por la porción de negritud que tenemos en el alma. Y al mismo tiempo, la injusticia, la desigualdad y la indolencia de las que somos capaces han tenido en las comunidades afrocolombianas a sus víctimas más olvidadas.
De las innumerables deudas que hemos ido acumulando con el tiempo, la que tenemos con nuestros afrodescendientes es, tal vez, la que con más urgencia debemos saldar.