En las afueras de la clínica Reina Catalina, en el norte de Barranquilla, se puede ver durante las noches a mujeres indígenas sentadas en muros o andenes. En la mayoría de los casos no tienen dónde dormir. Se trata de indígenas wayuu cuyos hijos se encuentran internados en ese centro asistencial por cuadros severos de desnutrición. La imagen se ha repetido en los últimos meses, mientras el número de menores fallecidos por esta causa va en aumento.
Ayer murió un niño de dos años que desde finales de febrero se encontraba hospitalizado por desnutrición. El pasado domingo fallecieron dos niñas provenientes de corregimientos de Manaure y Maicao, que habían sido trasladadas a la capital del Atlántico. Con estas pérdidas ya son 17 los menores que han muerto en 2016 por causas asociadas a la desnutrición: 12 en La Guajira y cinco en Barranquilla.
Pese a las brigadas alimentarias que con tinte asistencialista han llegado hasta la Alta Guajira, tanto de autoridades como de empresas privadas, las muertes de niños siguen ocurriendo. No bastó llamar ‘emergencia sanitaria’ a la hambruna que sufren las comunidades indígenas de la península. Tampoco fue suficiente la exposición mediática del problema. La situación rebasa las buenas intenciones y hasta ahora nada parece haber llegado hasta la raíz del problema.
Aquí convergen varios aspectos. La corrupción de la clase política es un escollo que, hasta ahora, parece insalvable. Regalías que se esfuman, funcionarios que son investigados por malos procedimientos administrativos y poca o nula gestión para resolver el problema de manera definitiva son los tres principales factores que agravan la situación.
No parece posible que el departamento de La Guajira pueda resolver de manera autónoma un problema enquistado en el mismo funcionamiento de sus esferas gubernamentales, y que, además, pisa las fronteras de lo cultural y lo étnico. Incluso todavía se espera que desde el Gobierno nacional surja un plan estructural –que no de choque– con la pretensión de trascender las administraciones, y que ataque el problema desde todos los puntos críticos.
Las noticias de los niños wayuu que mueren tanto en clínicas de Barranquilla como en las mismas rancherías de la Alta Guajira son, aunque suene a lugar común, una vergüenza para una nación que le apuesta a alcanzar niveles aceptables de desarrollo y bienestar. Obstáculos aparentemente banales como no tener funcionarios del sector de la salud que hablen las lenguas indígenas para atender las emergencias ni siquiera se habían resuelto hasta hace algunas semanas.
Los wayuu, alejados por el desierto de las ‘bondades’ de la vida urbanizada, también están lejos de la mira de quienes tienen la obligación de propender por el acceso a las oportunidades y la defensa de los derechos de aquellos que nada poseen.
La Guajira continúa, pues, a la espera de no seguir copando los titulares de prensa por los niños que mueren de hambre.