Queriendo sin duda traer un mensaje que apacigüe las aguas agitadas de estos días –quizá tan furiosas como las del agreste sitio de Arrecifes en el Parque Tayrona–, el presidente Juan Manuel Santos fue claro este sábado al expresar que el Gobierno no ha autorizado la construcción de un hotel de 7 estrellas en el territorio ancestral de los indígenas, en el departamento del Magdalena.
Dicho mensaje va dirigido especialmente a los ambientalistas del país, un sector no organizado, que muy pocas veces ha dado muestras de unidad o ha evidenciado su capacidad para actuar en bloque, pero que ahora vemos manifestarse masiva y sólidamente a través de Internet, Facebook y Twitter.
Desde luego que para los ambientalistas la alocución presidencial no se trata de una voz que otorgue tranquilidad definitiva, lo cual se refleja en la actividad airada que seguimos viendo, incluso en un día generalmente estático en redes como el de ayer domingo, más aún cuando la empresa interesada, denominada Promotora Arrecifes y de propiedad de la familia Dávila de Santa Marta, continuaba evidenciando ayer mismo, también a través de Internet, que tiene firmes intenciones de proseguir en las negociaciones con la firma internacional Six Senses, gestora de algunos de los más ensoñadores hoteles del mundo entero.
Lo esencial, a esta altura del debate, es que cualquier proceso consultivo que se quiera emprender se efectúe con base en elementos reales, y no en las falacias que suelen cultivarse en Colombia a la hora de dirimir cualquier controversia.
De hecho, en el mismo pronunciamiento de los líderes indígenas observamos discrepancias: mientras los promotores del proyecto aportan documentos en los cuales algunos líderes consignan su aprobación, ayer en el Acuerdo para la prosperidad de Timayuí, algunos de ellos se declararon aliviados de que el Presidente haya dicho que nada está decidido y ni siquiera en proceso de estudio.
Desde luego que es aquí esencial consultar a los líderes indígenas, aunque no deja de ser un factor de alerta el hecho de que históricamente –desde los mismos espejitos de los conquistadores españoles hasta la usurpación brutal de tierras en la Sierra Nevada– ellos han sido fácil presa del poder del hombre blanco, el cual tradicionalmente ha esgrimido ‘convincentes’ argumentos, incluyendo sus fierros aniquilantes, sin menospreciar el dinero contante y sonante, y hasta el licor.
Pero en la modernidad, comunidades aborígenes como las de la Sierra Nevada de Santa Marta ya no están tan solas y cuentan con el acompañamiento airado de múltiples organizaciones nacionales e internacionales, que están dispuestas a todo con tal de ayudarlos a defender su derecho ancestral.
Pero más allá de la injerencia indígena en la decisión que tarde o temprano tendrá que tomar el Gobierno, existen factores de ley en los códigos colombianos que deberían ser suficiente argumento para que la mala idea de un hotel en el Parque Tayrona no prospere.
El Tayrona es parque natural desde 1964, una acción gubernamental que tuvo como objetivo garantizar la reserva y conservación del ecosistema. En 1979 fue declarado reserva de la biósfera por la Unesco.
Dichas reservas están definidas como “zonas de ecosistemas terrestres o costeros/marinos, o una combinación de los mismos, que se declaran propiedad de la humanidad con el único objetivo de promover una relación equilibrada entre los seres humanos y la naturaleza, contribuyendo a satisfacer las necesidades de las generaciones presentes sin comprometer las necesidades de las generaciones futuras”, como bien lo expresa uno de los grupos activistas.
Ahora bien, remitiéndonos a la realidad actual, advertimos con preocupación que lo anterior no solo no armoniza legalmente con el hotel a construirse, sino que tampoco lo hace con lo que allí hay hoy.
Para nadie es un secreto que el parque está invadido por colonos de todos los niveles, entre los cuales se encuentran familias tradicionales –que esgrimen antiquísimos títulos de propiedad– y avivatos que se aprovechan de la debilidad de las agencias estatales. Hay allí fincas que nadie se atreve a tocar, mientras los documentos legales, intentando proteger al Estado de esta rapiña de particulares, permanecen engavetados, sin que funcionario alguno se apersone de la situación y cumpla con su deber.
Hay además propiedades al servicio del narcotráfico. Desde los tiempos de la llamada ‘bonanza marimbera’ hasta los tiempos de los Bloques Norte y Resistencia Tayrona de las Autodefensas, las playas del Parque son cómodos embarcaderos. Incluso hoy, ese negocio continúa activo.
El problema del hotel, entonces, es coyuntural. Ante las recientes denuncias, la revelación de que un hermano del Presidente de la República tuvo intereses en el 7 estrellas, la satanización (injusta como toda generalización) de la familia Dávila por efectos del AIS, y la irrupción en el debate de figuras y organizaciones internacionales, creemos que la voz de cautela conducirá inevitablemente al engavetamiento (este sí apropiado).
Pero lo de fondo subsiste, y es ahí donde quisiéramos ver actuando al ministro de Medio Ambiente, Frank Pearl, a la Dirección de Parques y a los gobernantes del Magdalena y de Santa Marta.