El Heraldo
Carlos Alberto Valderrama Palacio, mejor conocido como ‘el Pibe’, en sus días como jugador de Junior. Archivo
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Carlos Valderrama: el camino más largo de Santa Marta a Barranquilla

EL HERALDO presenta uno de los capítulos del libro ‘Junior de Barranquilla inédito’. Está dedicado al ‘Pibe’, el astro samario que se coronó campeón con el club rojiblanco en dos ocasiones.

—Y pensar que toda la vida me tuvieron aquí mismo, a una llamadita, cuando yo jugaba en el Unión. Pero nada, nunca la hicieron. Tuve que llegar a la selección Colombia y darle la vuelta al mundo tres veces pa poder ponerme la rojiblanca —comenta entre risas Carlos ‘el Pibe’ Valderrama.

Pero el destino, Dios, o el Barbudo, como él lo llama, le tenía otra vuelta, una escala más, y esta sí la última, antes de llegar al Junior de Barranquilla. 

Corría el mes de enero de 1993, y en el primer día de pretemporada del Deportivo Independiente Medellín el entonces gerente del DIM, Julio César Villate, buscó a Valderrama a primera hora:

—Carlos, quiero decirte que hay una propuesta de Junior; quieren comprar tus derechos.

—Hombe, docto, yo que estaba de vacaciones en Santa Marta y me hacen venir hasta Medellín pa darme esa noticia… Me hubieran llamado por teléfono y ya estaría en Barranquilla —contestó el Mono, medio en broma y medio en serio.

Para ese entonces, Carlos Valderrama ya era el Pibe, el máximo referente internacional de la selección Colombia, quien con su talento capitaneó una histórica campaña en la Copa América Argentina 1987; además, ese mismo año resultó elegido, por primera vez, mejor jugador de América. Por si fuera poco, de sus piernas brotó por aquellos días la inusitada clasificación a la Copa Mundial de la FIFA Italia 90, esa en la que él mismo afirmó ―llorando como un niño después del definitivo partido contra Israel― que había sido su graduación como futbolista.

Lo que no sabía Carlos, ni casi nadie en ese entonces, era que poco después de que el equipo rojiblanco realizara un pésimo cuadrangular a finales de 1992, el máximo accionista del Junior, Fuad Char Abdala, el técnico Julio Avelino Comesaña y el narrador Édgar Perea Arias tuvieron una inusitada reunión en un restaurante de la ciudad de Barranquilla, con el fin de hablar sobre los refuerzos del equipo para el año siguiente. El técnico le había solicitado al dirigente traer a Alexis Mendoza, a Miguel Ángel “Niche” Guerrero, a Flaminio Rivas y al Pibe, como piedra angular del proyecto de 1993. Perea animaba a Char para que hiciera las inversiones del caso, en tanto que Comesaña pensaba que si no era campeón debía irse de Barranquilla y exiliarse en África. El arreglo quedó pactado en una servilleta y fue el inicio de la tercera estrella del Junior, que se ratificaría un año después, con el inolvidable gol de Oswaldo Mackenzie.

“Pilas, pue…, la gente quiere pan…”

Año 1995. Junior era una tromba y aplastaba a todos los rivales que se le atravesaban en su carrera hacia el título. Deportivo Cali no fue la excepción, y en un estadio Metropolitano a reventar, el local no tuvo piedad de un maltrecho cuadro azucarero que veía una contundente diferencia de tres goles en contra en el marcador.

Faltando veinte minutos para finalizar el juego, y con el partido controlado, Carlos les gritó a sus compañeros:

—Pilas, pue…, la gente quiere pan…

 Ninguno entendió el mensaje, por lo que el capitán volvió y gritó:

—Pilas, pue, que la gente quiere pan: pan, pan, pan, pan… Vamo a jugá a cien toques, vamo a bailá esta vaina…

Los jugadores del Junior atendieron la orden del Pibe de inmediato y comenzaron a divertirse, mientras el público enloquecía en las gradas coreando el “Ole” en repetidas ocasiones. Tal era la impotencia del cuadro visitante, que en algún instante del desesperante momento dos jugadores del Cali encimaron al Pibe, y Valenciano tenía a otro tapándolo. El Mono, que estaba de espaldas y sin ver a Iván, se volteó rápidamente y entre los tres rivales lanzó un pase perfecto, para que el delantero superara a su marcador y disparara al arco custodiado por Miguel Calero (q. e. p. d.), un remate que pasó lamiendo el poste derecho del arco verdiblanco. 

Al final del encuentro, Valenciano, que no salía de su asombro, le dijo al Pibe:

—Carlos, estabas de espaldas, con dos defensores encima y otro más delante de mí… ¡¿Cómo hiciste para ponerme el balón sin ver?! ¿Cómo sabías dónde estaba yo?

—Ayyy Gordo, ¿me vas a preguntar eso? Desde antes de que tú nacieras ya yo sabía que ibas a estar ahí… —le respondió Valderrama.

El Pibe conocía y administraba todos los secretos tiburones en la cancha. La pelota rotaba a su velocidad y antojo, emulando más un juego de yoyo que de fútbol. Al Niche se la tiraba larga para que llegara en velocidad; a Valenciano, corta, pero buscándole el perfil para que se pudiera voltear con facilidad; con Pacheco era más difícil, porque no le devolvía rápido el balón y le tocaba correr más; con Mackenzie todo era cortico y al pie. Pero si algún defensa se emocionaba y quería salir jugando, ahí saltaba rapidito el mal genio tropical:

—Aquí no te la vengas a tirar del (Franz) Beckenbauer, no inventes. Plátano, yuca (pierna fuerte) y a papá (yo).

“Loco, ¿qué pasa? Yo voy a mi ritmo…”

Año 1993. Primer entrenamiento de Valderrama en Junior y varios jugadores miraban estupefactos a la internacional figura. Un joven de melena negra, con ojos rasgados y voz nasal, se le acercó con un poco de irreverencia, le dio la mano y le dijo:

—Carlos, mucho gusto, mi nombre es Oswaldo Mackenzie.

—Te conozco, tengo excelentes referencias tuyas —le contestó el Pibe—. Aquí estamos pa las que sea.

En ese momento, ninguno de los dos se imaginó que once meses después tejerían hilos eternos en el equipo barranquillero.

“Viejo Gaby, yo a ese man lo tengo en un pedestal”, me cuenta Víctor Danilo Pacheco, el crack de Suan. Pocos días antes, el Mono y él habían posado para el lente de El Heraldo Deportivo, y todo el proyecto del 93 quedó resumido en un titular escrito por el maestro Fabio Poveda Márquez (q. e. p. d.): “La sociedad del talento”.

“Carlos era muy estricto con su disciplina y cuidado personal”, recuerda Pacheco. “De viaje, él mismo cargaba sus zapatos y sus utensilios, nunca los perdía de vista. Siempre nos decía: ‘¿Alguna vez viste a un carpintero que le diera el serrucho o el martillo a alguien?”, comenta entre risas el también ídolo juniorista.

Valderrama lideraba el grupo, pero contrario a lo que se cree, su voz de mando no partía de su fútbol ni de sus gritos, sino de su humildad y su disciplina. Llegaba una hora antes a los entrenamientos, en las concentraciones ni se sentía, y era el primero en acostarse a dormir. Toda la energía la guardaba para cuando ingresara a la cancha. Ahí el bacán se transformaba en un implacable comandante, dispuesto a dar todo por la victoria.

“Era mi primera experiencia fuera de Chile”, cuenta Cristian Montecinos, quien actuó en Junior de 1994 a 1996. “Yo venía un poco nervioso porque iba a jugar con él, pero para mi sorpresa, el primer día me dio la bienvenida y me saludó como si me conociera desde siempre. Y al rato lo vi limpiando sus guayos con unas hojas de periódico. Ahí pensé: ‘Si este señor, que es selección Colombia y dos veces mejor jugador de América, tiene la humildad de limpiar él mismo sus zapatos, ¿qué nos queda al resto?’. Eso sí, entraba a la cancha y era otra cosa, porque me ponía una o dos pelotas de gol y si no la metía me empezaba a gritar: ‘Chileno cara’e mo$%#”… Chileno hijue&(@’”, cuenta el jugador austral, quien anotó la nada despreciable suma de treinta y un goles en el cuadro tiburón.

Carlos Valderrama llegó al Junior con treinta y un años recién cumplidos. Había nacido en Santa Marta el 2 de septiembre de 1961, y aunque nunca lo reconozca públicamente, desde temprana edad, desde cuando vendía avena, arepas y empanadas en el mercado junto a su abuela, fue hincha tiburón. Doce temporadas después de debutar como profesional en el Unión Magdalena, su sueño de vestir la camiseta rojiblanca se había convertido en realidad.

Ese día de 1993, en plena pretemporada, Valderrama trotaba al frente del grupo, y tal era el respeto que el Mono generaba que ningún compañero se atrevía a sobrepasarlo. Él, después de un par de vueltas, se volteó y les gritó:

—Loco, ¿qué pasa? Yo voy a mi ritmo, que cada quien vaya al suyo.

Y de inmediato todos aumentaron la velocidad, obedeciendo al líder que acababa de llegar a la manada.

¿Lucho qué?

La llegada de Carlos Valderrama al Junior no solo había traído grandes resultados deportivos, sino que había generado enorme interés por parte de empresarios y equipos para giras internacionales. Fue así como en marzo de 1993, Junior partió a una minigira de dos partidos frente a un mismo rival: Club Deportivo Águila, de El Salvador.

La fantasmal copa, que nadie recuerda ni de la que tampoco existen registros, tuvo como sede la isla de Aruba para el primer partido. El resultado fue 8 a 0, a favor del onceno tiburón. Para el segundo encuentro, jugado días después en la ciudad de Washington en pleno invierno, en el Junior pensaban que nada cambiaría.

Sin embargo, las cosas comenzaron mal cuando faltando pocos minutos para el inicio del juego el árbitro llamó a Valderrama y le dijo que no podía jugar con aretes.

—¿¡Que qué!? —le contestó airado el Pibe al árbitro—. Yo en todas partes he jugado con estas vainas, pa que me vengas ahora con eso.

—Pues aquí no —le replicó el central.

La discusión entre el juez y el ídolo duró cerca de veinte minutos, a lo largo de los cuales Carlos amenazaba con no jugar en un estadio que estaba abarrotado, en gran medida, para verlo actuar a él. Después de que decenas de improperios fueron y vinieron, al juez no le quedó más remedio que aceptar las joyas del ídolo. Con los ánimos más tranquilos y a punto de empezar, Grau le dijo al Pibe:

—Mono, este partido es fácil. Vamos a bailarlos como la vez pasada.

—Erda, Lucho qué... ¿Ya vas a perratear la vaina? —contestó Carlos—. No joda… ahora no vayas a darles botín a los pelaos, no vayas a cag$%# el picao —dijo el Pibe.

Pero a los dos minutos de iniciado el encuentro, un defensor salvadoreño le metió una descomunal plancha a Carlos, que se levantó enfurecido y buscó a Grau.

—Erda, Lucho, qué… ¿tú vas a dejar que me embotinen?

Para Valderrama, el concepto de equipo era mucho más estricto que el del resto de sus compañeros. Con el tiempo, los demás futbolistas entendieron que Carlos era capaz de dejar hasta la última gota de sangre en el terreno de juego, era capaz de hacerse matar por cualquiera de ellos, pero que exigía de su parte el mismo compromiso con él.

Del Pibe hacia adelante, Junior era sensibilidad, era arte, era estética. De Carlos hacia atrás, Junior era sacrificio, era enjundia, era ganas. Encontró en Grau y en Méndez primero, y en Chaparro y Bolaño después, la escolta perfecta para que él, con paciencia artesanal, pudiera tejer con claridad las jugadas de gol que tantas veces disfrutaron los delanteros, ya fuera Valenciano, Guerrero, Montecinos, Cheché, o cualquier otro.

Doce de diciembre de 1993. Nacional recibía a Junior en Medellín, por la cuarta fecha de los cuadrangulares finales, en un estadio a reventar.

El verde, con baile incluido, vapuleaba al onceno tiburón 3 a 0. Al finalizar el primer tiempo, Valderrama, en plena cancha, empezó a insultar a sus compañeros e increpó, principalmente, a los defensores:

—Oigan, a ustedes qué les pasa. Eeeeche, ¿se volvieron maricas o qué? —gritaba el capitán en el gramado. Los reclamos continuaron, a pesar de que los defensores seguían raudos hacia el camerino. Tal era el enojo del Pibe que el árbitro Fernando Paneso tuvo que intervenir:

—Carlos, te calmas y te vas al camerino.

—Eche, Paneso, no ves que esos hiju#$%& como que están cag%$#” o yo no sé… Me provoca pegarles… —dijo el Mono.

—Carlos, te calmas —repitió Paneso—. Si le pegas a alguno, así sea de tu equipo, me toca botarte —sentenció el juez.

En el camerino, la cosa se puso peor. Valderrama comenzó a insultarlos a todos:

—¿Qué les pasa, malp/(/%? ¿Están cag#”$% o qué? —los increpó, mientras el grupo guardaba silencio—. Avisen si fue que se vendieron o qué, porque no vamos a estar corriendo arriba pa que ustedes en defensa la cag#”$

En ese instante, Héctor Gerardo Méndez pensó en voz alta y soltó la siguiente frase:

—¿Correr? Si ese es el que menos corre…

El Pibe lo escuchó y… ¡se armó el lío!

—Qué te pasa, uruguayo hij%$#, malp#$%&… —gritó Valderrama y empujó al mediocampista charrúa. Méndez, que también era bravo, respondió a la agresión y se comenzó a armar una trifulca. Francisco Cassiani quiso intervenir y Valderrama le lanzó una botella de agua. Grau y Alexis Mendoza calmaron el conflicto, pero todos se olvidaron del que debía ser el protagonista en ese entretiempo: Julio Comesaña. El técnico estaba en la esquina, viendo la pelea, con un café y un cigarrillo. Viejo zorro, a fin de cuentas, solo atinó a decir:

—Espero que todo esto les sirva para algo. Para mí, vamos 0 a 0. Yo confío en ustedes, muchachos; salgan y empaten.

En la puerta del túnel, Valderrama seguía botando chispas y tenía ganas de pelearse hasta con su propia sombra.

―Vamos a apretar arriba a estos hiju$%$# ―dijo el Mono.

―Carlos, si nos vamos pa arriba nos golean ―contestó Alexis Mendoza.

―¿Que nos van a golear? Pero si ya estamos goleaos ―gritó nuevamente el Pibe.

Todos guardaban silencio. El capitán quería seguir protestando, pero no encontraba a quién reclamarle. De pronto, miró a Víctor Danilo Pacheco y le dijo:

―¿Tú por qué estás jugando con esos zapatos?

―Eche, ¿qué tienen mis zapatos?  —le preguntó Pacheco.

―Quítate esa porquería, que te andas resbalando ―replicó el Pibe.

Y sin más, al ver a Grau soltó una frase que quedó para el histórico anecdotario tiburón:

—Lucho, ¿qué pasa? Alexis García nos está bailando y haciendo taquitos y pitos y flautas… ¿Tú qué estás esperando pa mochale la cabeza?

Antes de reanudar, Paneso, quien había escuchado toda la trifulca afuera del camerino, buscó a Carlos y le preguntó:

―¿Ya estás más tranquilo?

―¡Uy, sí, gracias por no expulsarme ―respondió el Pibe.

―Listo, entonces vamos a jugar fútbol —dijo Paneso.

Y parece que el resto del equipo lo escuchó, porque lo que ocurrió en ese segundo tiempo fue una clase magistral.

“Si nosotros tenemos el balón, el otro no juega”, se dice en el barrio. Comesaña lo aplicó y en el minuto 55 mandó a la cancha a Osvaldo Mackenzie, y desde entonces el partido cambió de cara. Grau, Mendoza y Cassiani controlaron a la perfección a la delantera de Nacional. Uribe por izquierda y Briascos por derecha dejaron de ser laterales y se convirtieron en veloces puntas de lanza, mientras Ormeño Gómez, quien remplazó ese día a José María Pazo en el arco, fue un espectador de lujo durante el resto del encuentro. Dirigidos por el Pibe, Pacheco y Mackenzie volvieron a jugar con el desparpajo y la soltura de aquella selección Atlántico en la que compartieron camerino. Arriba, el Niche corría como si su vida dependiera de ello y Valenciano hacía temblar al estadio entero cada vez que remataba al arco.

Minuto 69. Valderrama cobra a riesgo una falta, el Niche Guerrero desborda por izquierda y manda un centro rastrero que Valenciano capitaliza de zurda. Gol. 3 a 1.

Minuto 76. Pacheco va por la mitad de la cancha y ve que Guerrero le levanta la mano. Entonces mete un pelotazo de por lo menos treinta metros, el delantero le gana la posición al Chonto Herrera y define. Gol. 3 a 2.

Junior se hizo dueño de la pelota, Mackenzie la tocaba a placer con Pacheco y el Pibe. El Mono comenzó a intimidar a los rivales gritándoles frecuentemente “estan cag#$%”. Los jugadores de Nacional no lo podían creer. “Fue el partido más doloroso de mi carrera”, me reconoció alguna vez el exdelantero verde Víctor Hugo Aristizábal.

Minuto 83. Uribe mete un pelotazo por la izquierda para el Niche ―siempre el Niche―. El delantero, una vez más, hizo de velocista y tiró el centro rastrero. Valderrama venía corriendo mientras pensaba: “Aquí no perdemos ni de vaina…”. Tocó el balón y provocó un sutil y venenoso chanfle, inatajable para Castañeda. 3 a 3.

El capitán salió corriendo emocionado y llamó a sus compañeros para entre todos hacer el trencito del festejo. Alrededor del poste del banderín derecho, los tiburones bailaron delante del enmudecido estadio. “Punto con sabor a Copa”, tituló El Heraldo. Junior se encaminaba al título, no solo por el empate conseguido, sino porque impidió que Nacional le sacara ventaja en la tabla de posiciones.

El equipo estaba alojado en la Hostería Llanogrande, a las afueras de Medellín. Lucho Grau y Méndez compartían habitación. Esa noche, Grau vio a lo lejos el afro rubio que se acercaba y le dijo al uruguayo:

—Ñerda, Héctor, el Pibe viene pa acá. Voy a sacar la tabla de la cama, porque como se ponga pesao se la meto en la cabeza.

El acto no fue necesario: Carlos llegó a la habitación con una caja de cervezas para compartirlas con sus compañeros, y como una forma de ofrecerle disculpas a Méndez por los agravios del entretiempo. Valiente en la guerra, humilde y noble fuera de ella, Valderrama era un general que dominaba a la perfección un ejército que ocho días después se consagraría campeón.

Esta narración no puede dejar pasar el final de aquel partido contra el Club Águila de El Salvador, de aquella fantasmal copa, cuyo partido de vuelta fue en Washington.

Después de aquella salvaje plancha, a los dos equipos se les subieron los ánimos y aquel juego se disputó al límite del reglamento. Patada iba y patada venía. En algún momento, bastante caliente, Carlos le metió una barrida a su agresor inicial. Cuentan los testigos que la falta no ameritaba la tarjeta roja: era para procesarlo directamente en el FBI.

El encuentro lo ganó el equipo de El Salvador 2 a 1. A última hora decidieron ―y tampoco nadie sabe por qué― tirar tandas de penales. El frío había congelado al arquero del Junior, Calixto Chiquillo, y no pudo tapar ningún cobro. El quinto y último le tocó a José “Cheché” Hernández, quien mandó el balón a las nubes, por lo que el Club Águila se coronó campeón ―al parecer, no importaba la diferencia de goles―. Los salvadoreños celebraron a rabiar, como si hubieran ganado la Copa Intercontinental, y hasta dieron varias vueltas olímpicas en señal de victoria.

Ya en el hotel, el Pibe le preguntó a Cheché:

—¿A ti qué te pasó que mandaste eso pa las gradas?

—Carlos —contestó el volante—, es que me levanté tarde porque no sabía que el partido era a las once de la mañana. Me desperté, salí corriendo, sin bañarme ni desayunar, y ya en el campo me sentía mareado.

—Cheché, esa sí te la valgo ―afirmó el Mono―. Es más, te voy a contar una historia. Cuando yo tenía como diez años, por mi casa siempre pasaba un pelaíto con su papá. Venían de practicar boxeo y tiraban golpes al aire, así todas las tardes. Un día, Jaricho ―el papá del Mono―, que siempre me andaba buscando vainas que hacer, arregló una pelea entre el pelao y yo. Nos fuimos pa la esquina y me pusieron unos guantes rojos, de esos de caucho corroncho, más llevaos que el putas. Apenas nos cuadramos, el pelao me metió un derechazo en el caracol de la oreja y me noqueó enseguida. Con una quedé listo y se acabó la pelea. Jaricho, cuando me levantó, me preguntó asustao: “Viejoman ―así se llamaban entre sí con su padre―, ¿qué te pasó?”. Y yo le contesté: “Viejoman, es que no desayuné”.

Mamatoco, El Trébol, Los Manguitos, Bonga…

Sábado de Carnaval en Barranquilla, año 2003, Hotel El Prado. Al exjugador de Junior José Luis “Cheché” Hernández le avisaron que su llave, el Pibe, también estaba en la megafiesta ofrecida por el tradicional hotel.

Cheché duró largo rato buscando a Carlos, y cuando por fin lo encontró supo por qué no lo había podido hacer antes: Valderrama tenía una pañoleta en la cabeza. A pelo suelto, el Mono puede caminar por Senegal, Japón o Finlandia y jamás pasará inadvertido. Pero con cualquier objeto en la cabeza es irreconocible hasta en su propia casa.

Varias botellas y decenas de canciones después, el Pibe, su esposa —Elvira Redondo— y Cheché querían continuar la fiesta y se fueron al bordillo de la ya desaparecida Licorera Las Vaqueras. Eran las cuatro de la mañana.

Hernández fue a buscar más whisky Johnny Walker Sello Negro, el favorito del Mono. Cuando regresó, notó que el Pibe había sido reconocido por un grupo de jóvenes a los que les estaba enseñando ejercicios de calistenia como los que realizan los futbolistas antes de los partidos. “Pilas, no joda, que hay que ganarles a esos maricones”, gritaba Carlos a hombres y mujeres. Los jóvenes, que terminaron haciendo unos supuestos trabajos a espacio reducido y bebiendo todo el resto de las botellas que Valderrama financió, en plena borrachera se dejaron “dirigir” por el Mono para un trascendental partido imaginario.

Seis de la mañana. El Pibe tenía la pañoleta volteada, Elvira llevaba un trajinado sombrero vueltiao y Cheché, dos botellas de Sello Negro en las manos, los tres con maicena hasta en los pies, por lo que ningún taxi los quería recoger. Esperaron durante varios minutos hasta que pasó una buseta de la línea Coochofal y Carlos no dudó en meterle la mano.

Valderrama se subió como copiloto, a pesar de la negativa del chofer. Empezó a cobrarles el pasaje a los clientes que subían y, a manera de broma, le daba un pago al hombre y otro se lo quedaba él. El conductor comenzó a ponerse nervioso y entre reclamos le pedía a Carlos que se bajara del bus. “Hey, loco, cógela suave; estamos en Carnaval”, respondía el Mono. En una de esas se quitó la pañoleta y el hombre casi se desmaya al verlo: “¡Hooombe, si es el Pibe…! Suelta un trago de ese whisky, es lo que debes hacer…”, gritó el chofer.

El resto del recorrido, el Mono se puso de “banderilla” en la puerta del bus, e instaba a los transeúntes a que se subieran al vehículo gritando: “Pilas, no joda, súbanse: Mamatoco, El Trébol, Los Manguitos, Bonga… Mamatoco, El Trébol, Los Manguitos, Bonga…”, mientras Elvira, Cheché, el chofer y el resto de los desconocidos se desternillaban de risa. Carlos recitaba en la puerta del bus destinos en barrios de Santa Marta porque quizás a esa altura ya ni siquiera recordaba que estaba en Barranquilla.

Llegaron a la nevada de los buses de Coochofal, sitio donde los choferes descansan y arman su próximo recorrido, en el corazón de la ciudad. El inusitado y excéntrico visitante empezó a repartir whisky entre los demás conductores y empleados de la empresa, con el asombro de todos los que allí estaban.

Un niño de unos diez años paseaba en una bicicleta y Carlos lo interceptó.

—Hey, pelao, préstamela ahí —le dijo. Comenzó a manejarla y a los pocos pedalazos le partió en dos el manubrio.

—Eche, Pibe, me dañaste la cicla vale—dijo el chico, mientras su lamento generaba risas entre sus nuevos mejores amigos. El Mono metió la mano en el bolsillo ―no usa billetera―, donde aún tenía fajos de billetes, o como dice Cheché: Estaba llenito como arepa e huevo. Contó un millón de pesos y se los dio al niño, que se fue brincando de la alegría.

Al rato, pasó caminando con sus termos un vendedor de tintos y Carlos le dijo en voz alta:

—Loco, el Pibe quiere vender tintos.

Pidió prestado el plante, comenzó a prepararlos y venderlos entre el resto de los choferes, junto a café con leche, aromática, chocolisto y pan con mantequilla, y discutiendo con más de uno que le pidió que le fiara.

Entrado el mediodía, Elvira y Cheché lograron sacarlo de ahí, no sin antes dejarle al conductor amigo una liga de 200.000 pesos. Lo subieron a un taxi, lo acostaron en el sofá, y cuando estaba a punto de quedarse dormido, le tomaron una foto que quedó para la posteridad, pero que no me permitieron publicar.

Dicen sus amigos que Carlos es un gran tipo. Es frecuente que haga obras de caridad, con la única condición de que sean anónimas, y a varios familiares y amigos cercanos les ha prestado propiedades para que vivan en ellas sin cobrarles un solo peso de arriendo durante varios años. Un día estaba sentado en la puerta de su casa, en Santa Marta, y pasó un compañero de estudio en el Liceo Celedón; el hombre vendía aguacates en un carro’e mula y ese día la venta estaba mala. El Mono se subió al improvisado vehículo y megáfono en mano empezó a ofrecer los aguacates de su amigo por las calles de la ciudad.

A todos los lugares a donde va, Carlos Valderrama manifiesta el amor que profesa por el Junior, y como auténtico representante del Caribe, su fuerte temperamento aflora cada vez que considera injusta una decisión en contra del equipo tiburón. La prueba máxima de esto ocurrió el 5 de diciembre de 2008, fecha en que la División Mayor del Fútbol Colombiano celebraba el sexagésimo aniversario de su fundación. Pocos días antes de eso, Junior había recibido en el estadio Metropolitano al América de Cali, y en ese partido el delantero juniorista Émerson “el Piojo” Acuña fingió una aparatosa caída en el área penal, que fue increíblemente sancionada como falta por el árbitro José Luis Niño. El grosero error del central, junto a la trampa de Acuña, fueron noticia nacional por aquellos tiempos, y la Comisión Disciplinaria de la Dimayor castigó al jugador con seis fechas de sanción.

Volviendo al día de la celebración, la Dimayor había invitado a varios de los mejores futbolistas de toda la historia para que participaran en el evento, y el transporte hacia el sitio era en un gigantesco bus donde también viajarían los directivos del fútbol colombiano. El Pibe iba subiendo al automotor cuando escuchó una conversación de Ramón Jesurun con Luis Bedoya, en aquel entonces presidentes de la Dimayor y de la Federación Colombiana de Fútbol, respectivamente.

—Luis, ¿viste la sanción que le pusimos al Piojo Acuña? Es una sanción ejemplarizante —comentó Ramón.

Y cuando Bedoya iba a responder, Valderrama se devolvió furibundo y le dijo:

—Oye, Ramón, ¿a ti qué es lo que te pasa?… ¿Cómo vas a sancionar así al pelao?

Jesurun intentó replicarle al Mono, pero inmediatamente Carlos contraatacó:

—No vengas a decir nada, que como el pelao es de nosotros ahí sí lo clavas… Si fuera un cachaco, no le harías nada…

Y continuó el reclamo en voz alta, en frente de todos:

—¡Joda, Ramón, ninguno de ustedes vale m/&&%$...!

Y mientras todos los demás pasajeros miraban la escena con vergüenza ajena y atacados de la risa, Valderrama siguió caminando indignado y manoteando por el pasillo que lo llevaba al final del autobús, por lo que a los zares del fútbol colombiano y continental no les quedó más opción que guardar silencio.

En frente del Centro Cívico de Barranquilla había un vendedor de mangos que no solo era admirador del Pibe, sino que trataba de imitarlo con su look y a cada cliente que le vendía lo despedía con un “Todo bien, todo bien”, en homenaje al ídolo. Un día, tipo cuatro de la tarde, el hombre solo había vendido dos mangos y se encontró con Carlos, que se emocionó al ver a su imitador.

—¿Cómo están las ventas? —preguntó el Mono.

—Mal, Pibe; el barro está duro: dos manguitos nada más.

Carlos, sin dudarlo, sacó de su bolsillo 50.000 pesos, el doble de lo que vendía normalmente el hombre, y se los regaló en forma de agradecimiento. “Es el mejor amigo que uno puede tener”, me dijo el exfutbolista William Knight. Y continuó contando entre risas: “Ese es el amor nuestro, el gran orgullo de los futbolistas del Caribe. Ahora que se la pasa en Bogotá, saliendo en programas de televisión, yo le mamo gallo y le digo que se volvió cachaco; entonces se me cabrea y me dice: ‘Qué cachaco ni qué mon%&%4’”.

Desde antes de convertirse en una celebridad mundial, Carlos comenzó a tomar conciencia de que el fútbol no iba a ser para toda la vida y evitó siempre malgastar sus ingresos. “Todo lo que ganemos ahora va pa’l chonchito (ahorro); no sabemos si mañana nos lesionaremos o cuánto nos va a durar esta vaina”, cuentan que decía desde sus primeras convocatorias a la selección Colombia.

El respeto y la admiración que generaba no solo trascendía entre sus compañeros y sus rivales, sino también en todo el entorno del fútbol. El miércoles, 27 de abril de 1994, Junior visitaba al Colo-Colo de Chile por el encuentro de vuelta de los octavos de final de la Copa Libertadores de América. El árbitro del juego era nada más y nada menos que Javier Castrilli, más conocido como el Sheriff, un implacable juez argentino, famoso por su rigurosidad para aplicar el reglamento, así como también por haber expulsado a Diego Armando Maradona en un convulsionado y recordado partido de Boca Juniors.

Pero volviendo a aquella noche de miércoles, poco antes del encuentro, el Pibe les dijo a varios de sus compañeros: “El árbitro es Castrilli. Aquí hoy no perdemos porque ese man me adora”. Apenas comenzó el partido, el argentino empezó a dirigirse a Valderrama con arengas y frases de ánimo, más dignas de un admirador que de un juez encargado de impartir justicia en el campo: “Vamos, Carlos, juegue como sabe. No se desespere, toque tranquilo. Recuerde que usted es el mejor”, fueron algunas de las frases pronunciadas por el juez que aún recuerdan los protagonistas del encuentro. El partido quedó 2 a 2, y Junior, con una alta dosis de sufrimiento, clasificó en la tanda de penales, a pesar de que el juego había comenzado muy mal para el cuadro tiburón: en el minuto 15 del primer tiempo ya iba dos goles abajo, y todo parecía indicar que Junior se llevaría una histórica goleada. Y justo en ese minuto, cuando los chilenos anotaron el segundo tanto, Valderrama increpó duramente a Alexis Mendoza y Luis Carlos Perea, centrales ese día del equipo barranquillero: “¡A ustedes qué les pasa, no joda, que no están haciendo una m&/#$! ¿No dizque son selección Colombia? Alexis, quien se caracterizaba por su temperamento tranquilo, esta vez explotó y le gritó a Carlos: “Eso es m#$%&. Más bien deja de joder y vete pa arriba a poner goles. Aquí no vengas a un c&/%...”. El Pibe guardó silencio unos segundos, e impávido por la respuesta de Mendoza, miró hacia el banco y le dijo a Julio Comesaña con gran sorpresa: “Eeeerda, Julio, se emputó el viejito… Ahora uno no le puede decir una m&/%# porque mira cómo contesta”. Esta respuesta hizo que todos los compañeros se atacaran de risa, a pesar de tener el marcador del partido cuesta arriba.

Algo similar ocurrió en una visita del Junior al Deportivo Pereira en ese mismo 1994, cuando en una confusa jugada el árbitro Armando Pérez expulsó a Valderrama después de una falta cerca de la media cancha. El Pibe explotó y empezó a insultar al juez, pero el hecho comenzó a subirse de tono, hasta el punto de que la policía tuvo que ingresar al terreno para controlar la situación. El coronel encargado de la seguridad del evento se le acercó al Mono y le dijo: “Carlos, tranquilo, salga del campo para que pueda continuar el juego”, a lo que un enfurecido Valderrama contestó: “¿Por qué me viene a joder a mí? Vaya a buscar rateros o guerrilleros y déjeme tranquilo”. Y mientras el resto de los testigos no sabían si seguir mediando o reírse, Julio Comesaña fue donde José María Pazo y le expresó: “Calma al Pibe y sácalo de la cancha, porque si no nos quedamos aquí hasta mañana”, y el arquero, que no era tonto, solo miró al técnico y le respondió: “Julio, ¿por qué no lo sacas tú?”.

“Te voy a explicar cómo es la vaina…”

El martes, 27 de diciembre de 1994, aterrizaron en Barranquilla Marcos Lubelski y Sergio Grecco, representantes del Club Atlético Newell’s Old Boys de Argentina, quienes negociaron con el Junior la compra de los derechos deportivos de Carlos por una cifra cercana al millón de dólares. El miércoles 4 de enero de 1995, Valderrama partió hacia la ciudad de Rosario, donde a su llegada lo presentaron como el refuerzo estrella del tradicional equipo. Se puso la camiseta entre aplausos y dio las entrevistas de rigor. Hasta ahí, todo marchaba con normalidad.

Sin embargo, Valderrama había puesto una condición: “El mismo día que yo llegue me tienen que pagar mi porcentaje de la transferencia y darme un adelanto del 20 %”. En la cena, después de la presentación, el Pibe preguntó por su dinero, a lo que el entonces presidente del club, Eduardo López (q. e. p. d.), contestó:

—Carlos, hay un pequeño atraso. Vendimos a Norberto Scoponi al Cruz Azul de México y estamos esperando el pago, que, a más tardar, se reflejará la otra semana.

—Vea, Eduardo ―contestó el Pibe―. Si el primer día es malo, todo va a ser malo. Usted me dijo que llegara el 4 de enero y aquí estoy el 4 de enero. A mi edad, yo no espero a nadie, así que lo siento mucho, pero me voy —sentenció.

Esa misma noche se fue a Buenos Aires por tierra y él mismo compró el tiquete de regreso a Barranquilla.

—Firmé un documento en el que aceptaba la negociación entre los equipos, pero en ningún momento un contrato con Newell’s. Me comprometí a viajar y dialogar. Estuve en Argentina, hablé con los directivos, pero me incumplieron. Y en estas condiciones di por terminado todo contacto —declaró a los periodistas en el aeropuerto de Ezeiza, poco antes de partir.

Y como siempre, Valderrama tenía razón: López es recordado como uno de los dirigentes más cuestionados del fútbol argentino. Su mandato en Newell’s duró catorce años, etapa que es catalogada como la peor del cuadro rosarino en su historia y en la que ocurrieron vergonzosas intervenciones del Gobierno para el manejo de las deudas que durante años se acumularon con sus acreedores, así como acusaciones formales de evasión de impuestos, entre muchas otras irregularidades. No obstante, solo hasta 2016 a López lo acusaron formalmente, y murió, impune, en 2018. En resumen, Valderrama salvó al Junior de lo que habría sido, con toda seguridad, un litigio por falta de pago, y se salvó él mismo de desagradables situaciones financieras.

Carlos Valderrama cumple su palabra y exige lo mismo de los demás. Harold Lozano, compañero del Pibe en la selección Colombia, me contó que alguna vez hicieron un partido de exhibición en Popayán. A ambos les pagaron un adelanto, con el compromiso de que el faltante se les entregaría antes del pitazo inicial. Al llegar el momento, los empresarios le dijeron a Harold que el dinero adeudado lo entregarían al finalizar el juego. Él se lo comunicó al Mono y este solo le dijo: “Yo no sé, Harold, tú me respondes. Al final del partido me entregas el billete y listo”. Lozano afirma que fue el peor rato de su vida, que no pudo disfrutar del encuentro por el pánico de que le fallaran a su amigo. Pero todo empeoró cuando al final del partido los empresarios le dijeron: “Harold, ¿puedes hablar con el Pibe y decirle que le pagamos mañana?”. Lozano solo atinó a decir: “Cúmplanle a ese man ya mismo. Si quieren, no me paguen a mí, pero cúmplanle”. Dos horas después los empresarios aparecieron sudados, con una bolsa llena de monedas y de billetes de baja denominación arrugados, mojados y hasta de dudosa autenticidad. El Pibe, en santa calma, contó uno por uno, e hizo pequeños bultos y montañas con las monedas. Al terminar de sacar cuentas, se dirigió a Lozano y le dijo: “Todo esto suma. Buena, viejo Harold, así es que es”.

El año 1995 fue especial para Carlos porque consiguió su segunda estrella en el fútbol colombiano, en un Junior dirigido por Carlos “el Piscis” Restrepo. El antioqueño era un técnico joven, con poca experiencia, y se apoyó en el Mono para el manejo del equipo y el desarrollo de los juegos.

El torneo se llamó Nivelación y fue un intento de empalme con el calendario europeo, para facilitar la venta de jugadores al Viejo Continente. En solo cuatro meses se jugaron treinta fechas, y por si fuera poco, al inicio de este, Junior hizo una minigira en Japón frente al Bellmare Hiratsuka y el Shimizu S-Pulse. Valderrama, por supuesto, fue la máxima atracción.

Sin embargo, ya de regreso, el trajín internacional y las desgastantes fechas domingo-miércoles-domingo le pasaron factura al cuadro tiburón. A mitad del calendario, el equipo, que tuvo un inicio prometedor y contundente, comenzó a quedarse, en parte también por la indisciplina de algunos de sus baluartes.

Una tarde cualquiera, el Piscis reflexionaba en soledad, en el lobby del hotel donde se concentraba el equipo. El Pibe vio al técnico pensativo, se le acercó y le preguntó:

―Profe, ¿qué pasa que te veo aburrido?

―Carlos, la verdad es que estoy muy preocupado. Algunos de los muchachos están haciendo de noche lo que no hacen en el día, y este torneo tiene muchos partidos seguidos. Hay bastante desgaste físico. Si los jugadores siguen así, no nos va a alcanzar la gasolina para el final.

―Profe ―respondió el Pibe―. Te voy a explicar cómo es la vaina: preocúpate por la disciplina, que de lo demás me encargo yo. Mira, si yo estoy muy mal, pongo uno… Y si Valenciano está muy mal, él hace uno, y ganamos 1 a 0… Así que fresco…

 

 Y así, tal cual, el conjunto tiburón obtuvo su cuarta estrella de la mano de Carlos, anotando la espectacular suma de 66 goles en 30 fechas. A su vez, permitió 37, pero como dijo alguna vez el maestro Hugo Gallego: “El fútbol es una sábana corta: si me tapo la cara, me destapo los pies”. O como decíamos en el barrio de manera más sencilla: “Si hacemos cinco, qué carajo importa que nos hagan cuatro”.

Semifinal de Copa Libertadores, año 1994. Alguna pena hay que contar y es que Junior acababa de perder la oportunidad de ser finalista del torneo de clubes más prestigioso en Suramérica, al caer en la tanda de penales frente al Vélez Sarsfield de Argentina, a la postre campeón de la competición.

El último cobro argentino, de los cinco iniciales, lo tapó José María Pazo, pero aún faltaba que el equipo barranquillero cobrara el suyo. Mackenzie y Cassiani afirman que sacaron mal la cuenta y por eso comenzaron a celebrar antes de tiempo, provocando un altercado ―golpes y empujones incluidos― con los jugadores argentinos. Cuando los ánimos se calmaron, varios minutos después, Héctor Gerardo Méndez desperdició lo que era el definitivo, y al comenzar nuevamente la tanda, Vélez Sarsfield clasificó cuando Ronald Valderrama botó el suyo. Al entrar al camerino, el Pibe estaba histérico, pues sabía que había sido su última oportunidad para llegar a una final de Copa, y cuando Mackenzie entró, Carlos le tiró con fuerza un zapato que el volante alcanzó a esquivar, pero que golpeó a un policía argentino en la cara. “¡Pedazo de hiju%$#! ¿Sabes cuándo puedo volver a una final de Copa?”. Allí se armó otro incidente entre los jugadores. El mismísimo Antonio Char, presidente del club, terminó sacudido, y, por si fuera poco, el accidental golpe al policía generó un problema peor, pues casi se llevan a Valderrama a un centro de detención. Asunto que, por fortuna, no ocurrió.

¿Sabes cómo es?

19 de diciembre de 1993. Final contra el América de Cali

Desde muy temprano, el ambiente era de fiesta; incluso más que eso, era ambiente de gloria. El partido estaba programado para las cinco de la tarde, pero todo el equipo tenía que estar listo tres horas antes para partir al estadio. A Julio Comesaña lo llamaron a la una a decirle que algo pasaba con el Pibe, que hacía rato se había subido al bus y estaba allí, solitario, en silencio. El preocupado técnico caminó hasta el vehículo y, en efecto, allí lo encontró:

—Carlos, ¿qué hacés aquí? Falta más de una hora para irnos —le dijo el entrenador.

 Valderrama miraba hacia el horizonte y, tras unos segundos de silencio, se dirigió al director técnico:

—Julio: hoy, como sea, tenemos que ser campeones.

Para el Pibe, ser campeón no era un objetivo, sino una obligación. Ya había sido definido por el maestro Francisco Maturana como la esencia de nuestro fútbol: “El perfume que uno usa y que lo identifica”, para ser precisos. Pero en todos sus años de carrera, Valderrama nunca había podido conseguir un título de Liga, ni en Colombia ni en Francia ni en España. Desde el primer día en Junior, dicha obligación quedó marcada tras su saludo con Comesaña:

—Julio, qué. Tercer equipo donde nos encontramos ―el colombo-uruguayo lo había dirigido en el Deportivo Cali y en el Deportivo Independiente Medellín―, ¿y no vamos a dar la vuelta? —le preguntó el Mono.

El técnico contestó:

—Culpa tuya. ¿Acaso yo juego?

Por primera vez en la historia, los cuatro equipos que disputaban la parte final del torneo tenían opciones reales para ser campeones en la última fecha y sus nóminas estaban conformadas por casi todos los jugadores de la legendaria selección Colombia de los años noventa. La ansiedad era total en Barranquilla, en la Costa Atlántica y en el resto del país, porque los demás hinchas también estaban cansados de que en los últimos doce años solo tres equipos se habían repartido los títulos: América en siete ocasiones, y Millonarios en dos, al igual que Nacional. Por si fuera poco, era un secreto a voces que esas instituciones gozaban del respaldo de las “narcochequeras”, que compraban grandes jugadores y centenares de decisiones arbitrales.

Afirmar que el estadio Roberto Meléndez estaba lleno es quedarse corto en la descripción. El Coloso de la Ciudadela rebosaba de hinchas pletóricos que querían la estrella para su Junior del alma. En la reventa, las boletas costaban veinte veces más que su valor original, algunas personas consiguieron uniformes de la Defensa Civil y de la Cruz Roja para ingresar como miembros de estas instituciones, y hasta hubo otros que llevaron mangueras. Sí, de esas de patio que se usan para regar los jardines, y las utilizaron como cuerdas para escalar los muros del Metro.

El histórico partido empezó sin retrasos, con un Junior encima de su rival para tratar de anotar lo más rápido posible. Valderrama hizo un pase filtrado para que Niche Guerrero llegara en velocidad y disparara solo frente a Córdoba, pero el arquero tapó el remate. Pocos minutos después, el Pibe habilitó otra vez a Guerrero de una manera similar, con igual resultado. Valderrama, enfurecido por los dos desperdicios, le gritó al delantero: “Niche, ¿con qué lo quieres? ¿Te lo pongo con pollo o con camarones?”.

Posteriormente, el árbitro Fernando Paneso pitó penal por una falta sobre Víctor Pacheco, pero Valenciano desperdició la oportunidad de irse arriba en el marcador. Para empeorar las cosas, Alex Escobar puso en ventaja al América al minuto 42, y así se acabaron esos primeros cuarenta y cinco minutos; la fiesta del principio era en ese momento un escenario de terror para el Junior.

El segundo tiempo comenzó con retraso de cinco minutos respecto al partido de Medellín, factor que sería fundamental en la consecución del título. Junior empezaría de nuevo atacando, y en los minutos 58 y 76, el Niche Guerrero logró voltear el marcador para dar tranquilidad a los locales. Dicha tranquilidad duró poco, porque a los dos minutos, en un tiro libre a favor del América, Valenciano metió la mano y el árbitro sancionó penal.

Valderrama enloqueció, preguntaba a los gritos quién había sido el culpable y nadie respondía. Llegó a donde el árbitro: “Paneso, ¿por qué pitas penal?”. El juez contestó: “Pregúntale a Valenciano”. El capitán, energúmeno, se fue para donde el goleador, que, a su vez, señaló a Cassiani y se fue para la mitad del campo. Los insultos proferidos contra el defensor —inocente, además— son imposibles de publicar.

América empató, pero todo siguió tranquilo porque se pensaba que en Medellín el clásico paisa también estaba empatado. Junior solamente tocaba el balón para matar el tiempo, porque el supuesto doble empate lo dejaba campeón.

Minuto 85. El periodista Hugo Luis Urruchurto fue al banco técnico del Junior y les avisó que el partido de Medellín no había quedado empatado, que había ganado el Poderoso y que estaba dando la vuelta olímpica. Comesaña y su asistente, Dulio Miranda, dieron la orden a sus jugadores de ir al ataque costara lo que costara.

Minuto 90. Tiro de esquina a favor del América. Harold Lozano fue a cobrar y Valderrama reubicó a Pacheco y a Valenciano. Normalmente, en una jugada de esas, el Pibe se quedaba defendiendo, Víctor de creador e Iván de centro delantero. Pero esta vez decidió cambiar los roles: mandó a Valenciano a defender y él se quedó como único hombre de ataque. “Hasta suerte tuvimos”, dice el Pibe para definir lo mismo que el maestro García Márquez denominó “un secreto del oficio que no obedece a las leyes de la inteligencia sino a la magia de los instintos, como sabe la cocinera cuándo está la sopa”.  Y, una vez más, su intuición no le fallaría.

Grau rechazó de cabeza y el balón le cayó a Valenciano, justo en el lugar donde debía estar el Pibe. El goleador le cruzó la pelota a Pacheco, quien la bajó con el hombro y comenzó una cabalgata que pareció infinita, pero que terminaría cuarenta metros y varios siglos después.

América había salido a matar y ahora estaba desnudo, a contrapierna frente al equipo más ofensivo del campeonato. “Si la coge Carlos, nos jodimos”, me cuenta Harold Lozano que pensaba mientras todo su equipo y él intentaban retroceder a tiempo. El Pibe corría por la izquierda, por la derecha, confiesa que no sabía qué ruta tomar. Víctor Danilo solamente pensaba en ir hacia adelante, y cuando vio que el camino siguiente ya estaba poblado, descargó en Carlos, quien, como siempre, estaba solo, pero esta vez en la medialuna del América, donde, recordemos, había cambiado su puesto con Valenciano.

En los libros de psicología se define la inteligencia emocional como la capacidad de percibir, expresar, comprender y gestionar las emociones. En otras palabras, es una cualidad de las personas capaces de apagar el más grande de los incendios con solo una botella de agua. Como Carlos. El mediocampista que nunca tuvo prisa siempre fue certero en las decisiones que tomó: Valderrama era capaz de estar delante del pelotón de fusilamiento, quizás el mismo donde “el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”, y, con todo en contra, ser capaz de lanzar un saludo, firmar dos autógrafos y sacar de su mente y piernas la perfecta decisión que a nadie más se le hubiera ocurrido para al final salir indemne, sonriente y triunfador.

El Pibe recibió el balón de Pacheco y en un instante se acomodó para patear, pensando en pegarle con comba al ángulo superior izquierdo de Córdoba, pero inmediatamente recordó los buenos oficios del arquero de la selección: “Óscar es vivo”, pensó. “Ya se echó pa delante pero eso es un amague, porque antes de que yo patee ya se habrá echado pa atrás y me agarra el balón”, recuerda que analizó. Decidió lo imaginable solo para él: enganchar, para que los cuatro hombres de América que venían en velocidad, Villarreal, Bermúdez, Jiménez y Pérez, siguieran de largo. Vio al Niche, que estaba en racha y tenía la pierna derecha presta para rematar, y al mismo tiempo, con el rabillo del ojo izquierdo alcanzó a reconocer al joven de melena negra, con ojos rasgados y voz nasal que el primer día de pretemporada se le acercó con un poco de irreverencia, le dio la mano y le dijo: “Carlos, mucho gusto, mi nombre es Oswaldo Mackenzie”. El Nene venía corriendo cual fugitivo desde su propia área. Sin mediar palabra, volvió a pronunciar las primeras frases que le dijo al conocerlo: “Te conozco, tengo excelentes referencias tuyas. Aquí estamos pa las que sea”. Rodó el balón en una forma sutil, artesanal, conquistando la precisión del espacio para que el zurdo apareciera en velocidad. “Se la pongo suave, ese no falla. ¿Sabes cómo es?”, cuenta Valderrama aún con un brillo en los ojos. Mackenzie recibió, entró en velocidad, le amagó a Córdoba, quebró hacia afuera y definió. Gol. Golazo.

Al reanudarse el partido, nada más y nada menos que Freddy Rincón, baluarte de ese América y de las selecciones Colombia, le gritó al árbitro: “Paneso, pita ya, acaba esto. Los muchachos se lo merecen”. Años después, el Coloso de Buenaventura, como lo llaman, y uno de los mejores jugadores que estas tierras han parido, me confesó que al pronunciar “los muchachos se lo merecen” realmente quería decir “el Pibe se lo merece”. Y no solo Freddy pensaba así, sino también el país entero. El mismo país que, cansado de doce años de narcochequeras que compraban grandes jugadores y centenares de decisiones arbitrales, quería que por fin Valderrama levantara una copa en su tierra. 

Carlos Valderrama alcanzó su primera estrella a los treinta y dos años cumplidos, cuando el destino, Dios o el Barbudo, como él lo llama, lo decidió. El niño que a temprana edad vendía avena, arepas y empanadas junto con su abuela comenzó a hacer su vida futbolística en el equipo de su ciudad, pero siempre pensando que el Junior estaba ahí mismo, a una llamadita que solo fue posible cuando pasaron trece años de profesionalismo, seis equipos y tres vueltas al mundo, haciéndolo tomar el camino más largo de Santa Marta a Barranquilla.

Por Gabriel Jessurum, especial para EL HERALDO

Agradecimiento especial a Rafael Castillo Vizcaíno

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