Llegó la hora de que enfrentemos una realidad: los colombianos ya no somos los ciudadanos más felices del mundo, si es que algún día lo fuimos realmente. Según la última encuesta Gallup, el 73 por ciento de los consultados piensa que el país va por mal camino, el 62 por ciento cree que las Farc no honrarán los acuerdos de La Habana, el 49 por ciento considera que la implementación del Proceso de Paz está tambaleándose y el 71 por ciento no aprueba la labor del presidente Juan Manuel Santos.

Y aunque soy de las que creen que después del tremendo escache que se pegaron las encuestadoras el semestre pasado con los resultados del Plebiscito, hoy tienen una menor credibilidad ante el público, verdaderamente, es indiscutible que el aire de pesimismo que se siente en el ambiente es demasiado palpable.

La gente está harta. Está harta de las promesas incumplidas, harta de la soberbia de la mayoría de los políticos, harta de las mentiras, harta de las guerras políticas plagadas de batallas sucias, harta de las vergüenzas internacionales y harta de lamentarse del voto entregado. Lo más triste de todo es que estamos tan cansados de este cinismo sin límites, que ya ni siquiera somos capaces de sorprendernos.

La encuesta también muestra que los colombianos consideran que el problema más grande que tiene esta nación es el desangre que hay en el sector público. Y es que, a juzgar por lo que vemos, escuchamos y leemos en las noticias, la corrupción se ha convertido en la base de todos los males que tiene Colombia. Si hay problemas en el sector de la salud es porque hay corrupción. Si hay desnutrición infantil es porque hay corrupción. Si los docentes solo sirven para cobrar su cheque es porque hay corrupción. Si hoy tenemos impuestos más altos es porque la repartición de ‘tajadas’ y mermeladas no permitió que este país se organizara bien para cuando las vacas estuviesen flacas. Y ahora que lo están, las consecuencias las pagamos nosotros.

Además, cabe resaltar que si el discurso mediático continúa siendo el de la corrupción, los sobornos y los desfalcos, el proceso de paz, que tanta vigilancia necesitaba en esta etapa de implementación, seguirá hundiéndose en un segundo plano, tal vez como se quería en primer lugar, y se va a convertir en el dolor de cabeza que nos pesará en el futuro próximo.

Los colombianos estamos en el punto en el que creemos que lo hemos visto todo y, por ende, la indignación se ha transformado en pesimismo e indiferencia. Al no tener la posibilidad de creer en los políticos, hemos perdido la capacidad de respetarlos, admirarlos y seguirlos. Es increíble, pero entre más escándalos de corrupción haya, que, al parecer, se presenta uno cada tres meses, la abstinencia del voto de opinión es mayor. Y sin votantes con consciencias limpias, los buenos políticos no llegarán al poder nunca.

Y sin buenos políticos, seguiremos dando vueltas en círculos que descienden hacia el abismo.

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