“Una noche de misterio, estando el mundo dormido, buscando un amor perdido, pasé por el cementerio”. De esta intrigante como singular manera empieza La Gran miseria humana, extraordinario poema que narra a su vez la historia de un poeta y su amada que yace muerta en un cementerio.
Una vez más, aquella compleja y peculiar relación de la literatura vuelve a reaparecer de forma pomposa: el amor y la muerte. Y sin embargo tampoco se ignora la comunión entre el estilo ornamental y gráfico de los versos, que de algún modo parecen contener implícitos alguna que otra musicalidad lóbrega y siniestra. Ese algo que podría cuanto menos desorientar a cualquiera quien ose entonarlas en las oscuras horas que preceden el amanecer.
Este necropoema —tal y como algunos prefieren definirlo—, brota gracias a la escarlata pluma de Gabriel Escorcia Gravini, poeta nacido en Soledad Atlántico quien desde la óptica de este comentarista, ha sido un tanto inadvertido en la historia lírica de la región caribe. Por supuesto una pena, pues a decir verdad, el autor no fue menos interesante que su obra.
Desde siempre su vida fincó en la atipicidad. Nació a finales del siglo XX, y desde muy joven se le diagnosticó con lepra: el mismo germen que desde la antigüedad se creían solo padecían las personas impuras y malditas. Por su enfermedad, tuvo que vivir aislado en su habitación sin más compañía de la que le procuraban los libros, así pues, estando en su tediosa reclusión, a lo mejor percibía la belleza (o la fealdad) del mundo que lo rodeaba y que le inspiraba a escribir su poesía.
Cuando caía la noche solía escaparse al cementerio con un cuaderno. Allí, noctámbulo y silencioso, escribía a la vista del inmenso camposanto lleno de sepulcros desiertos, allí componía los versos de sus poemas, las rimas de sus canciones y sus cartas sin remitentes. Esperando la muerte y meditando bajo la luz de la luna sus miserias humanas.
Andrés C. Palacio
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