La reacción a las revelaciones de los llamados “Papeles de Panamá” en todo el mundo recuerda algo a la famosísima escena en la película Casablanca, cuando el capitán Renault cierra el Rick’s Café, fingiendo que no sabía que albergaba un casino ilegal. ¡Es un escándalo, hemos descubierto que en Panamá hay empresas pantalla para esconder grandes patrimonios de procedencia dudosa! Pero la indignación pública contra estos paraísos fiscales es bienvenida –en Islandia ya le ha costado el puesto al primer ministro–.

Quizá la ingente cantidad de información en los “Papeles de Panamá” y los jugosos nombres propios expliquen el gran impacto que están teniendo, pero no es la primera revelación de este tipo. Hace apenas dos años, en Europa una filtración de documentos confirmó la sospecha general de que Luxemburgo facilitaba activamente a las grandes multinacionales establecer su sede en su bucólico ducado para evitar pagar impuestos en los otros países donde operaban, el llamado caso “LuxLeaks”. Y desde hace aún más tiempo, empleados de bancos suizos extravían de vez en cuando datos de sus clientes, entre ellos muchos defraudadores fiscales y otros criminales, siendo el caso más famoso el de la lista Hervé Falciani, que trabajaba en HSBC en Ginebra.

Todavía nadie ha explicado de forma convincente qué utilidad tienen estos espacios offshore para la sociedad y para la economía en general. Y afortunadamente, ha habido avances en la erradicación de estos oasis. En Europa se ha generalizado el intercambio de información fiscal, lo cual ha enterrado el secreto bancario en muchos países, como Andorra, Austria o Luxemburgo. La Unión Europea también se ha propuesto cambiar las reglas para que grandes consorcios como Apple, Google, Starbucks o Amazon paguen impuestos sobre sus beneficios allí donde los generan y no en otro país que les ofrezca un tipo fiscal superreducido.

Mientras tanto, los gobiernos y la gran industria están empeñados en promover medidas que eviten estas fugas de datos que ponen en evidencia abusos y prácticas delictivas. Siguiendo el ejemplo de EEUU, que intenta ser implacable con informantes (whistleblowers) como Chelsea Manning, Julian Assange o Edward Snowden, Europa también quiere endurecer los castigos a todo aquel que se atreva a revelar secretos, incluso si son de interés general. La consultora PwC, cuyos documentos extraviados en Luxemburgo mostraron los esquemas de “optimización fiscal” que ofrecía a los clientes, ha demandado a dos exempleados y uno de los periodistas que filtraron la información. Suiza condenó a prisión a Falciani en ausencia –está refugiado en España–. Ahora, el Parlamento Europeo va a votar sobre una nueva directiva que, con el razonable fin de proteger a las empresas del espionaje industrial, proporcionaría una herramienta adicional para que la empresa privada pueda perseguir a periodistas y sus informantes. Deberían poner más esfuerzos en acabar con los evasores y menos con los mensajeros.

@thiloschafer