El Heraldo

Libros sagrados

Ojalá que en Cartagena no se apruebe el proyecto que busca declarar octubre el “mes de la Biblia”, una propuesta que tiene más que ver con la politiquería que con la espiritualidad.

Como lo anota Óscar Collazos en su columna de El Tiempo, aun los concejales que se oponen a la propuesta la han rechazado tímidamente, ya que saben muy bien que entre la nutrida feligresía de las iglesias cristianas se está conformando una nueva clientela política a la que hay que mantener contenta, como a las demás. Pero insisto, ojalá que no suceda.

Ya teníamos suficiente con la concejal de Santa Marta que consiguió que sus colegas le aprobaran el permiso de comenzar cada sesión con una lectura de cinco minutos del libro sagrado. En ambos casos se está abriendo una brecha por la que se pretenderá insertar poco a poco la religión en el Estado laico, algo que no se puede tolerar.
En ambas ciudades se han invocado los principios y valores morales contenidos en el texto para justificar la relevancia de las medidas, por lo que le sugiero a la concejal samaria el siguiente ejercicio.

En vez de hacer una lectura selectiva de la Biblia, como hace antes de cada reunión, que escoja un pasaje totalmente al azar. Seguramente a sus conciudadanos, tan dependientes de la pesca para su sustento y su gastronomía, no les agradará que les informen que en el Levítico se prohíbe estrictamente comer camarón. A las mujeres no les gustará saber que en la primera epístola de Timoteo se hacen serias advertencias en contra del cabello trenzado y la ropa ostentosa, y que en un versículo del Antiguo Testamento se prohíbe combinar dos tipos de tela en un mismo vestido. Tampoco entenderán por qué a una mujer violada hay que castigarla de muerte.

Y si el ejercicio fuera en Cartagena, sería de muy mal gusto mencionar en esa ciudad, con su terrible pasado de esclavitud colonial, las normas precisas para la tenencia de esclavos que se enumeran en el Éxodo (hay que liberarlos en el séptimo año, pero el amo se puede quedar con los hijos del esclavo liberado, bajo ciertas condiciones).

No se trata de demeritar la importancia de la Biblia y de otros textos sacros (pues aquí habría que mencionar también al Corán, al Talmud, a los Vedas, etc.) en la vida espiritual de los creyentes, sino de resaltar que la lectura e interpretación de esos libros es una experiencia que debe permanecer en el ámbito de lo privado. No tienen espacio en las entidades públicas, y menos en los órganos deliberativos en los que se hacen las leyes, pues muchas de sus enseñanzas no sirven de ejemplo para una sociedad moderna, ni mucho menos como base para un sistema coherente de normas.

Su apreciación, lectura y difusión están muy claramente protegidas por la Constitución, que garantiza la libertad de culto. Pero esa misma Constitución, por ejemplo, prohíbe la educación religiosa en los colegios públicos. No puede ser de otro modo en nuestras asambleas, concejos y demás organismos estatales. En ambas ciudades habrán fracasado los concejales en su obligación de cumplir y defender la Constitución —el único libro “sagrado” que se reconoce en el contrato social— si permiten que estas iniciativas prosperen. Hay que llamarlos a expulsar a los mercaderes del templo: a los mercaderes de religión.

@tways / ca@thierryw.net
 

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