El Heraldo

La paz de los tahúres

Para el maestro Darío Echandía la paz era la seguridad y el sosiego de volver a pescar de noche; para muchos de nuestros campesinos es la tranquilidad de caminar por los bosques sin el riesgo de caer en un campo minado; para la mayoría de la gente humilde, es la alegría de ver de regreso, sanos y salvos, a los muchachos que fueron a prestar servicio militar; y para el país entero la posibilidad, por fin, de aplicar todo el potencial de los recursos del país al desarrollo colectivo. Ha sido el sueño de varias generaciones que no han vivido un solo día en paz y que saludan todo intento de llegar a la paz con un esperanzado: “ahora sí podrá ser”.

Por eso resulta incomprensible que en contra del interés de todos, se bloqueen, con distintas armas, las conversaciones de paz. Vean si no.
Protestan las Farc porque el presidente los llamó en el Caguán ladrones de tierras, y acusan al gobierno de atentar contra el proceso de paz; de inmediato, con reacción de escudero fiel, el Ministro del Interior contra acusa a las Farc, porque ellos, dice, sí son los enemigos del proceso.

Una cabeza menos caliente y motivada por la búsqueda de la paz, habría aportado algo: las fuentes de la afirmación presidencial, por ejemplo, o el tono conciliador para reclamar los datos que sustentan la opinión del contrario, es decir se echó de menos la actitud madura de quien ofrece diálogo , que hubiera sido coherente con el ambiente de la Habana. Más hechos: no se puede asegurar que el Ministro de Defensa sea parte de un equipo que busca la paz. Es un adolescente indignado que siempre tiene razones para protestar y ninguna para apoyar una política de diálogo como la que sugirió su jefe cuando propuso y abrió la mesa de la Habana.

Después de registrar estas y otras acciones del gobierno Santos, la Silla Vacía concluyó con razón que “nadie en el gobierno defiende el proceso”.

¿Qué pasa? Los reclamos por las tierras ocupadas por las Farc, el reproche por los secuestrados que no aparecen, la condena por la afirmación de que en una guerra se hacen prisioneros, sobre todo si son del enemigo, parecen hacer parte de una táctica negativa que se esconde detrás de los rostros inexpresivos de jugadores de póker, que se guardan sus emociones y sus cartas de triunfo, a la espera del momento oportuno de mostrarlas. ¿Es, pues, una partida de póker la que se está jugando con la paz?

Parece cuestión de juego la reacción del expresidente Uribe y de su corte, frente a las conversaciones de La Habana. Sus gestos y palabras dejan entender que un acuerdo de paz sería para ellos una derrota y por eso previenen y envenenan a la población contra esa posibilidad.

Peor aún: las palabras y los silencios de un presidente Santos dispuesto a abandonar la mesa, ¿son actitudes de tahúr? ¿Cuál es su objetivo: la paz o la reelección? ¿Por cuál puerta quiere llegar a su puesto en la historia?

Los medios de comunicación, a su vez, ¿tienen interés en la paz o en su circulación, o sintonía? Titulan en grande cuando hay un secuestro o un acto de guerra y casi silenciaron las liberaciones de los secuestrados de las Farc y del ELN, acciones que, por donde se miren, ¿son actos de paz?

Cuando la encuesta de Gallup mostró hace dos semanas que el apoyo de los colombianos al proceso había bajado del 62% al 54%, y la opción por la guerra había subido del 35 al 42%, quedó demostrada la contradicción que viven los colombianos: quieren la paz porque conocen los efectos de la guerra; pero no confían en la paz que logran el diálogo y los acuerdos, sino en la que, suponen, se obtiene con las armas y la derrota del enemigo.

Entre la paz de los tahúres, hecha de cálculos, y la paz de los guerreros hecha de sangre, y la información escasa y débil, no parece quedar mucho espacio para la paz que todos soñamos y que tiene que lograrse entre todos, a pesar de los políticos, de los gobernantes y de los guerreros.

Por Javier Darío Restrepo.
 

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