Nos unimos al editorial de EL HERALDO del miércoles y a muchas de las voces que se escucharon durante su tertulia del día anterior. El carnaval es nuestro mayor movilizador cultural, por encima del Junior, y eso es ya decir bastante.

No creemos, sin embargo, que la crisis fundamental del carnaval se dé entre tradición y modernidad, a menos que consideremos modernidad al sistema de mercadeo que ha venido apoderándose de las fiestas.

Tradición y modernidad pueden convivir en cualquier sociedad porque, con el tiempo, algunas expresiones culturales de una época se ritualizan, transmitidas de una generación a otra.

A pesar de su riqueza cultural, el Carnaval de Barranquilla viene adoleciendo de nuevas ideas (las generaciones jóvenes no proponen comparsas, danzas o disfraces) y tiene en peligro numerosas tradiciones (las nuevas generaciones no quieren continuar las costumbres culturales de sus antecesores) oscureciendo el futuro de las fiestas.

El sombrerito con la camiseta multicolor y la cuña comercial incorporada han remplazado desde finales de los sesenta los disfraces individuales, en un alejamiento de la caracterización masiva, una toma de distancia con la fiesta, un acercamiento marginal al carnaval, más de observador que de actor.

La óptica del turista prima negativamente sobre la del auténtico carnavalero. Pasamos de la calle al palco y ya no vivimos sino observamos el carnaval. Así de sencillo. Antes, la mejor manera de salir a encontrarse el carnaval era ponerse el capuchón u otro atuendo característico. Hoy muchos prefieren pagar. El dinero les permite estar en el carnaval sin estarlo. Mejor dicho, verlo. Y esto disminuye la monumentalidad de la fiesta, nos divide en actores y observadores.

También desde esta columna hemos insistido en el uso del disfraz. No hay carnaval sin disfraz. Cuando te disfrazas, suspendes la realidad (llena de avisos comerciales) y compartes un universo ficticio.

Las calles son escenario del carnaval. Y el escenario es para los artistas. Que los sponsors se tomen la televisión, por ejemplo. Pero el viernes la Guacherna nos alertó quizás sobre la Batalla de Flores, con una comparsa de gran almacén y un tráiler de emisora abriendo el desfile. El almacén rival vino detrás con su aviso en numerosas banderas, anunciando que todos esos grupos eran financiados por su firma.

Lo dijo con precisión el editorial. “El aporte privado es fundamental pero se requiere de un conjunto de decisiones políticas en relación con el Carnaval”. Y añade: “… hace años la Alcaldía se convirtió en un obstáculo para la fiesta y hasta la puso en peligro. Hoy tiene que encabezar un proceso que recobre el papel de lo público en la conducción de la cultura, y eso debe, también, tener una traducción en recursos”.

Lo que nos regresa al tema de la plata, al mercadeo, que todo lo convierte en mercancía y a sus anuncios publicitarios. O al manejo público que podría, mediante aportes nacionales y un pequeño impuesto a las empresas en Barranquilla, recaudar los dineros necesarios para financiar gran parte de la fiesta.

Sí, porque el aporte restante debe ser de cada barranquillero que se inventa su disfraz y sale a enriquecer el carnaval. Disfrazarse es un ritual particular y colectivo, no un negocio. Sabemos de tantos ‘hacedores’ que cobran por ‘hacer’ el carnaval. Por enfundarse un disfraz. Y esta es otra torcedura de alma, casi tan grande como llenar el folclor de avisos.

Por Heriberto Fiorillo