¿Qué puede ser más horrendo que la frase “la verdad ya no importa” como fundamento de los discursos y el accionar de los políticos y funcionarios? Tal vez, la apacible y sumisa aceptación de semejante sentencia por parte de nosotros, los súbditos que integramos la Nación que asistimos impasibles a la destrucción del país a manos de quienes administran el Estado, o sea la clase dirigente tanto política como privada. A eso se le denomina “posverdad” un término que migra del inglés al español, que Fundéu (fundación para el español urgente) describe así: “La sustancia fundamental de la posverdad, corrompida y corruptora, es justamente que la verdad ya no importa” y “La comunicación ha entrado en una era que los expertos definen como la de la posverdad política”.
Y a eso nos acostumbramos hace mucho tiempo, sin el menor reato de consciencia ciudadana, con tal desvergüenza que alcanzamos a reír a carcajadas cuando un político o un funcionario nos hace anuncios mentirosos, faltos de veracidad y claramente tendenciosos sobre lo que sucede en el coso político o en las obras públicas que, anunciadas como redentoras, terminan siendo el origen del caos, el desmaño administrativo y la dilapidación del erario. Y nosotros reímos con ellos, y nos condenamos a la corrupción, porque lo que nos interesa y nos gusta es la actitud grosera y desafiante, el señalamiento vulgar y escandaloso, el chisme del robo y cuánto robaron olvidando que somos los atracados.
Ejemplos singulares del uso de la posverdad como sustento de campañas políticas son la elección de Trump en los Estados Unidos y el no en el plebiscito de la paz de octubre, que obtuvieron el triunfo con argumentos viscerales que tocaban la sensibilidad y las emociones negativas de los electores, de difícil comprobación pero imposibles de rebatir porque anclaban en las creencias personales, donde es cierto que la verdad ya no importa sino el sentir, y las tripas nunca fueron buenas consejeras.
Y mi temor coincide con el de Álex Grijelmo, de El País de España, quien se pregunta si la palabreja anglosajona no estará desplazando a vocablos más indignantes, a lo que respondo que sin duda lo hace y suaviza y dulcifica el delito que subyace en su significado “corrompida y corruptora”. Y de esa forma, el lenguaje que otrora desvestía las galas que ocultaban lo inmoral, lo ilícito, lo inicuo del accionar político se convierte en metatexto para conocedores pero inhabilita la crítica y el deseable rechazo de los nuevos ciudadanos, esos jóvenes desconocedores de la historia, tan volátiles y proclives a creer lo que los medios de comunicación repiten, siempre en el marco del interés político y económico de los propietarios, que casi nunca están del mismo lado de las necesidades sociales de sus seguidores. Después de la posverdad, poco queda por ver.
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