Al término de prolongadas vacaciones en Santa Marta experimento una contradictoria mezcla de sentimientos: me alegra volver al trabajo y ver a mis amigos; pero también desearía seguir en las hermosas playas de Pozos Colorados, en la más absoluta despreocupación.

El único extraño con quien hablo es Edgardo, que tiene uno de los mejores trabajos del mundo: cuidar una playa. Llega en las mañanas, atiende las demandas de turistas, se bebe sus cervezas, se refresca en el agua, pesca con trasmallo, y vuelve a casa a los brazos de su mujer después de contemplar la exuberante puesta del sol.

Con solo llegar a Barranquilla cambia el paisaje. Hay que enfrentarse al inclemente tráfico, al ruido de cientos de carros, a la presión de un horario, a responder correos electrónicos, llamadas telefónicas, volver a la agenda que me indica qué debo hacer a cada hora. Y enfrentar el condenado estrés que nos acompaña, porque no hay que perder un minuto, ya que el tiempo es dinero, y cualquier cantidad que usted gane siempre será insuficiente.

En vacaciones leí El mundo hasta ayer, un libro que nos muestra qué podemos aprender de las sociedades tradicionales a las que pomposamente llamamos “atrasadas”.

No puede negarse que el progreso tiene ventajas. Los inventos hacen la vida más fácil: luz eléctrica, nevera, microondas. También hay más oportunidades de educación, medicinas eficaces, menos peligro y una vida mucho más larga.

El autor señala que en las sociedades modernas hay mayor riqueza material, pero una mayor pobreza socioemocional, comparada con los pueblos tradicionales. Nos muestra la vida social de un niño americano promedio, que va a su casa, cierra la puerta, juega con videos y vuelve a salir para ir al colegio. Institución cada vez más despersonalizada, donde la convivencia es cada día peor. Y donde los niños buenos son los que más mal lo pasan.

No se trata de idealizar la vida tradicional. De hecho, los pueblos primitivos viven menos tiempo, están expuestos a más peligros y a más pobreza material. Pero no existen enfermedades crónicas que nos están matando a los que vivimos en el “progreso”. No hay diabetes, ni hipertensión, y los infartos coronarios, la obesidad y los trastornos mentales son escasos.

Lo llamativo de estas formas tradicionales de vida es que se establecen relaciones de afecto muy profundas. Existe confianza y un gran sentimiento de protección, especialmente a los niños y ancianos. Los vínculos sociales se establecen para toda la vida. Nunca se sienten solos, como en nuestras modernas sociedades, donde se siente la soledad hasta en un centro comercial lleno de gente.

Edgardo vive con las características de la sociedad tradicional. No tiene las comodidades materiales y el confort con que vivo. Pero mientras yo paso horas en una oficina frente a un computador, él pasa ese mismo tiempo sentado en una mecedora, bajo un kiosco de paja contemplando el mar y disfrutando del paisaje. ¿Quién es el rico y quién es el pobre? Según el Dane, el rico soy yo.

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