Ciertamente entre el ocio y el vicio hay una delgada línea que el azar algunas veces nos invita a traspasar sin remordimientos, y para siempre. Y cuando digo ocio no hablo de la apatía existencial que suele caracterizar a un buen porcentaje de seres humanos, ni cuando contemplo vicios me refiero a la afición desproporcionada por cosas perjudiciales incorporada a nuestro ADN. Cuando digo ocio hablo de esa libertad de hacer lo que viene en gana sin que el tiempo sea un verdugo insobornable o el dinero un objetivo ineludible, y si me refiero a vicio es queriendo definir esa clase de pasiones que estimulan los sentidos y nos causan adicción a permanecer en éxtasis.

Pues bien, después de dos largos meses recorriendo sin afanes, sin agendas ni imprevistos compañeros de aventuras el Sureste asiático, me asalta la sensación de querer atravesar, por el resto de mi vida, esa línea que une al ocio con el vicio, y adoptar un estado catatónico plagado de placeres infinitos. Pero, ¡ah vida pútrida! Sabiendo que los humanos padecemos una terrible enfermedad llamada hastío, que marchita lo que otrora ha florecido convirtiéndolo en desecho, y que yo, como muchos colombianos, debo pensar diariamente en la cruda supervivencia, es momento de dejar de regodearse entre las nubes y poner los pies –bien puestos– sobre la tierra. Con el rabo entre las patas –la imagen con que mi abuela describía esa mezcla de temor y mansedumbre con que un perro exterioriza la amenaza– dejaré el delirio asiático y caeré de barrigazo en el mágico contexto macondiano.

Reconozco que no soy la misma de antes; aunque mi fiel osamenta hoy padezca los estragos de tanto camino andado, ahora tengo la certeza de que el tiempo no es un lastre si el espíritu está alerta, y me pueblan las preguntas y las dudas, quizá la fuente más grande de vitalidad de que disponga un ser humano. Y ¿por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué si en estos países que han pasado por procesos de violencia iguales o peores que el nuestro en la gente no se percibe esa actitud provocadora ni ese talante virulento y malhechor que marca a la sociedad colombiana? Ni el genocidio de los Jemeres Rojos en Camboya, ni la crueldad de la guerra de Vietnam, ni el hambre, ni la pobreza, han volcado sobre las calles de estas ciudades asiáticas la descarga de iniquidad que agobia a nuestro país.

En contraste con una Colombia congregada en torno a una lengua y una religión, causa asombro que el pueblo indonesio –más de 250 millones de personas, una compleja mezcla de grupos étnicos, religiosos y lingüísticos que habita sus 17.508 islas– pueda convivir en paz. El inhumano enfrentamiento que persiste en el país es leído desde afuera como un peligro inminente que impide el desarrollo del potencial turístico de Colombia, considerado por amplias razones como un destino interesante por el que muchos esperan. Con miras a aceptar el reto que el mundo empieza a proponernos, oficializar la paz y amansar nuestro carácter es definitivo.

Las bondades de los dioses y el amor de mis amados permitieron el paréntesis gozoso que ahora cierro, y saludo el 2016 con optimismo.

berthicaramos@gmail.com