El sentimiento del amor es universal, carece de normas y a pesar del paso de los años, las emociones que provoca son las mismas. Por eso es tan difícil institucionalizarlo, colocarle reglas y leyes sociales como las del matrimonio y sus variantes culturales. En este sentido no es casual que el director de Fin de semana en París, Roger Michell, decida rendirle homenaje a Jean-Luc Godard y su Banda aparte (1964), un documento representativo y vibrante de la juventud rebelde de la década de los años 60.
La película muestra una pareja mayor que al cumplir treinta años de matrimonio, deciden pasar un fin de semana en París, donde no solo celebran sino también cuestionan y reflexionan sobre lo que ha sido la relación con el paso de los años.
Nick (Jim Broadbent) y Meg (Lindsay Duncan) son profesores de larga trayectoria, confortables económicamente. Nick enseña en la universidad y Meg en la secundaria, y tienen dos hijos adultos, uno de los cuales está con problemas y considerando volver a vivir con ellos.
Nick, aunque se describe a sí mismo como anarquista de izquierda, le preocupa el dinero, es más dependiente de su pareja y le tiene pavor a la soledad. Meg, que se considera “tri-polar”, es mas desprendida y a manera de contradicción, asume el reto a lo establecido, con comportamientos más espontáneos y hasta rebeldes.
Un encuentro casual con Morgan (Jeff Goldblum), excompañero americano de Nick de la época universitaria en Cambridge, interrumpe momentáneamente la concentración casi exclusiva de la película en la pareja. Morgan invita a Nick y a Meg a una fiesta en su casa en honor a la publicación de su nuevo libro, y es en esta escena donde la cinta brilla por el desarrollo de los caracteres, permitiéndonos adentrar en terrenos reveladores de la vida de cada uno y darnos cuenta que nada es lo que aparenta, como sucede en la vida real.
El inteligente guión, producto de la colaboración entre Hanif Kureishi (La Madre, 2003, Venus, 2006) con el director, tiene la habilidad de llevarnos por un recorrido donde no sabemos si estamos acompañando a la pareja a celebrar un aniversario en la hermosa atmósfera parisina, o si la ciudad de las luces es únicamente el sublime escenario del fin, del deterioro, de la realización de lo que un día pudo ser.
“No se puede amar y odiar a una persona al mismo tiempo”, dice Nick a Meg. “Según mi experiencia, en el espacio de cinco minutos” contesta Meg. Y nosotros nos preguntamos: ¿Qué queda después de treinta años de matrimonio? ¿Se puede calificar esta relación como un producto del amor, la costumbre, el conformismo, la valentía o la falta de ella?
Los cuestionamientos pueden ser innumerables en esta especie de comedia que, sin llegar a la tragedia, incursiona lentamente en los lugares más oscuros y recónditos de cualquier relación, llámese o no matrimonio. Las improvisaciones de jazz a cargo de Jeremy Sams son un acertado complemento a los cambios emocionales de esta muy inglesa representación de la vida de pareja.