Una de esas mañanas frescas de verano del que los vascos siempre se quejan de calor, y yo siempre he sentido frío. Me gusta subir hasta la cercana basílica de Nuestra Señora de Begoña. Es el santuario de la Madre de Dios de Begoña, patrona del señorío de Vizcaya, cuya capital es Bilbao y que los bilbaínos, todos los vascos, tanto quieren y reverencian.

Me gusta saludar a esta vecina. Aunque nunca está sola, pues hasta el más hereje pasa un momento a saludar a su Amachu (madre en euskera), cuyo santuario sirvió de fortín cuando las tropas de Napoleón invadieron España y hasta el final de las guerras carlistas.

Mientras voy subiendo, sola, por la cuesta del camino que tantas veces recorrimos juntos, él y yo, veo delante de mí, caminando lento, pesadamente, con los brazos caídos, un hombre mayor. En cada muñeca de sus brazos lleva un reloj. Uno es de mujer. Se detiene.

Y apoya sus manos en el pretil que da al fondo por donde pasan los carros. Se queda mirando la fronda de la arboleda, que medio tapa las torres de la basílica. No se mueve. Lo dejo con sus pensamientos y yo me voy con los míos a Begoña. Me siento en el último banco, a la entrada, y acaricio el reloj de hombre que yo llevo.

Me viene el recuerdo de una canción, tantas veces cantada: “He subido a Begoña y he preguntado que si han visto algún hombre que muera amando. Me han respondido, mujeres a millares, hombres no ha habido”. No es cierto. Recuerdo a ese extraño que se quedó mirando con desesperanza en el aire. Pero sobre todo, tengo la experiencia viva del que llevo siempre en mi corazón. Los hombres también pueden morir amando.