El Congreso es una de las tres instituciones más desprestigiadas de Colombia. Se disputa los últimos puestos en las encuestas de opinión con las Farc, los partidos políticos y el sistema judicial.
Mientras la cabecera de la lista la ocupan a veces las Farc, a veces la Iglesia, con porcentajes entre 73 y 63 puntos, el Congreso solo alcanza entre 26 y 40 puntos. En cambio ocupa los primeros puestos de opinión desfavorable que van de 50 a 69 puntos, según las mediciones hechas por Gallup en los tres últimos años.
Pero este hecho no parece llamar la atención de la opinión. En el registro de las 7 encuestas consultadas desde 2011, solo en una, la del 29 de junio de 2012, los encuestadores se refirieron al bajo puntaje del Congreso que en ese año fue cercano al de la Corte, para destacar como inesperada la caída de la Corte en los últimos lugares. El descrédito del Congreso no merece comentarios ni lamentaciones, como si se tratara de un mal irremediable.
Según la Constitución el Congreso representa legítimamente la voz de los colombianos, pero las estadísticas reflejan un rechazo nacional por esa voz, hecho que implica la contradicción de una sociedad que elige sus representantes y sin embargo los rechaza y se distancia de ellos.
No es difícil encontrar las razones de ese descrédito en las actuaciones del Congreso, no en las palabras de los congresistas. Las fallidas reformas de la salud y de la justicia pusieron al ciudadano común ante un caso evidente o de corrupción, - porque los congresistas buscaron su provecho- o de incompetencia profesional porque o no habían visto, o dejaban pasar sin más los micos dañinos para el interés público, y lo menos que se le puede pedir a un congresista es que estudie las leyes que se someten a su aprobación.
Pero si esa demostración de corrupción o de incompetencia va seguida por ofensivos abusos como la introducción, aprobación y defensa de leyes que permiten sus escandalosas pensiones y las de los magistrados, resulta asombroso que el Congreso mantenga alguna credibilidad.
Sumen, además, el escándalo de los congresistas presos – más de 60- o por parapolítica, o por corrupción y ya la copa del rechazo se ve más que desbordada. Así estaban las cosas con el congreso que ya pasó y comenzó la campaña por el congreso que llega con 131 candidatos sobre los que pesan sospechas, sindicaciones o inhabilidades, que sin embargo cuentan con los avales de sus partidos. También aparecen los enredados en alianzas o cooperación con contratistas corruptos, narcotraficantes y bandas criminales.
¿Resultaron elegidos ayer, sujetos de esa catadura? Y luego viene la lista de los 49 delfines que ponen a trabajar sus apellidos y que acentúan la penosa convicción de que la política es, para muchas de esas familias la manera de sobrevivir, porque si no tienen curules no comen, ya que no saben hacer otra cosa.
El voto en blanco no es solución pero sí un grito de desesperación; hay otro voto esperanzado por esa parte buena del Congreso que logrará trabajar con sujetos que ellos no recibirían en sus casas. Ayer hubo más de 200 municipios declarados en riesgo, en donde delincuentes y tramposos son los grandes electores.