Quien no tiene en sus recuerdos la amorosa vibración que acaricia las orejas cuando los árboles se agitan con el viento; quien no sabe del asombro que despierta el canto ceremonial de los insectos después de la lluvia nocturna; quien no comprende el concupiscente silencio que precede a las siestas del Caribe, o no ha sido conmovido por el rítmico tun-tun que suena en la lejanía a lo largo de las noches; quien no ha tenido el privilegio de amanecer encendiendo las velitas en un 8 de diciembre, o no conoce el regocijo de entibiarse con el sol al cabo de una parranda de terraza; quien no le ha dado autonomía a su otro yo durante los días de farra carnavalera, o no ha sido bendecido con el temple espiritual que proporciona el majestuoso plenilunio; quien nunca ha experimentado el erotismo que liberan las victorias del gran Junior, o la pereza sexual que conllevan sus derrotas; quien no ha jugado con las chicharras, o no lleva registrado el tintineo de los carritos de paletas, las cornetas del raspao y los gritos de las hijas de Palenque; quien no puede comprender el elocuente pito del peto, y el chiflido que identifica al arroz de lisa; quien no evoca un pirulí, una arropilla o una bolita de coco, y no añora las piñitas, las panochas, los corozos y mamones; quien no se ha chupado un boli bajo el inclemente sol, ni sabe cómo se mecen al garete las cortinas con la brisa que arrastra el Río Magdalena; quien nunca se ha martillado o apercollado bajo el cielo despejado de diciembre, quizá no pueda entender aquello que nos hermana a esa mezcla cultural bullanguera, irreverente, sensitiva, hedonista y humorista que somos los barranquilleros. No tiene la menor idea del poderoso imaginario sensorial que nos cobija, y que ha mantenido intacta, en tiempos abominables de saqueo y de indolencia la devoción por Barranquilla.

Erigida en villa cerca de 300 años después de fundadas Santa Marta, Cartagena, Cali y Bogotá, y casi 200 años después de Medellín y Bucaramanga, la menor de las tres perlas del Caribe mostró su espíritu dinámico, y avanzó velozmente posicionándose en los primeros lugares entre ciudades de tiempos de la Conquista. La joven Barranquilla fue la puerta de entrada del progreso a ese país que se había conformado en las agrestes altiplanicies andinas, a espaldas del horizonte infinito del océano; pero se durmió en los laureles, y el perverso modelo de gobierno centralista del país, de la mano de ineptos dirigentes locales, acabaron por convertirla en la Cenicienta. Pronto la bonanza marimbera y la estética mafiosa acabaron con el garbo de otros tiempos hasta dejarla indecente, y desde entonces, Barranquilla no fue ciudad para mostrar públicamente sino para vivirla íntimamente; se volvió aborrecible para quienes la miraban a distancia, aunque cautivadora para quienes descubrían su secreto ofrecimiento: un legado sensorial que admite el goce y crea lazos indelebles.

Hoy la Cenicienta celebra su Bicentenario ante un país que, al verla recuperarse, no sabe si proponerle matrimonio, o cruzar todos los dedos para que la zapatilla otra vez le quede grande. Porque nos pertenece, es ahora cuando debemos gestionarle un final diferente a la historia que escribieron a dos manos el azar y la apatía.

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Por Bertha C. Ramos