Cuando esta columna salga en la mañana del viernes 8 de febrero ya será irresistible la contención de zambullirse en nuestra fiesta carnavalera con que Barranquilla sueña, prácticamente, todos los meses del año. Ha llegado la hora de quitarse la máscara de los 361 días para embutirse en el disfraz que cada quien más desea y disfrutarlo durante los cuatro días inolvidables, los más curramberos y envidiados por el resto de Colombia. Provoca prender el equipo de sonido. Y lo hago con un disco que es casi un ritual cuando se trata de dejar escapar la imaginación.
Diego El Cigala desgrana: Se vive solamente una vez/ hay que aprender a querer y a reír/ quiero gozar esta vida, teniéndote cerca de mí hasta que muera/ porque la vida se aleja y no vuelve…”
Barranquilla sabe mucho de esto. Desde siempre ha hecho cotidiano el disfrute de la vida. Por eso cada año, durante cuatro días, se da el atracón con el que ha venido soñando todos los días del año: vivir a tope su Carnaval.
Explosión de vida. Catarsis de un espíritu burlón y escéptico. Paradoja viviente de quien se ríe de su sombra pero cree en el amor.
Ha llegado la hora de quitarse la máscara con la que llevamos conviviendo 365 días al año y ponernos la que a cada cual nos identifica, para zambullirnos en el disfraz que nos va a dar la oportunidad de interpretar plenamente la pantomima que más nos guste.
Así es Barranquilla. Una copla para soñar. Una pasión por vivir. Y una ilusión por amar. En definitiva, la vida es un carnaval. Y como en la vida, solo quien lo vive lo goza.
Por Emilia Sáez de Ibarra