
La ausencia es el pan de cada día de nuestros tiempos, es nuestro mártir, nuestro adversario, aunque nos cueste aceptarlo, aun cuando devanarse los sesos sea un absurdo, nos hemos convertido incluso en ausentes de nosotros mismos, de nuestra idiosincrasia, de nuestros pensamientos y sentimientos, o que ha llevado a tal punto de desconocernos, si en ocasiones no sabemos quiénes somos, de dónde venimos, para dónde vamos, qué queremos o qué es en realidad lo que nos mantiene vivos, a duras penas tenemos presente nuestra fecha de cumpleaños, lo que sería para colmos olvidarlo, ya que en reiteradas oportunidades no somos conscientes de nuestro nombre propio, debido a la complicidad de los seudónimos, ausencia, abandono, destierro, como lo quieran llamar está bien, pero en lo que a mí concierne significa: “olvido”, un descuido devastador que más que calcinarnos los huesos nos arrastra al impío abismo del seol; haciendo de esta nuestra morada, obligándonos a construir nuestro lecho en las tinieblas en el oscuro valle de la soledad, del facilismo, del espejismo, de la mediocridad que nos lleva cuesta abajo a resignarnos a ser nosotros mismos, guiados por los estereotipos, por el metal y por las osas del mundo, de esa ausencia que sin pensarlo nos vuelve extraños consigo mismo, en el trabajo, en la vida social, con la familia, en el amor, con la naturaleza, con nuestro corazón, pero sobre todo con Dios, sin entendimiento indignos de confianza y despiadados.
Thiago Bettin
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