No es la sucursal del infierno, pero el calor de sus llamas se siente en cada rincón, cuando cada noche decenas de ojos encandilados por la luz del fuego se reúnen para disfrutar del fulgor de una fiesta que hace hervir la sangre de los amantes de la danza.
En el corazón de Sabanalarga, municipio del departamento del Atlántico, desde hace 40 años un grupo de hombres se dedica a mantener viva la llama de la tradición cultural más antigua de la población, la danza de los diablos arlequines.
El ritual que inició en 1930 como una aventura entre un grupo de jóvenes que experimentaba con gas en la boca, para intentar lanzar llamaradas como los dragones, goza hoy de total vigencia, pues se encuentra organizado como una fundación cultural respaldada por un semillero de pequeños bailarines, llamados Los goleritos, que garantiza muchas más décadas de presencia en el Carnaval de Barranquilla.
Marcando el paso al son de un ritmo ancestral que combina la candencia de la tambora, la agudeza de la flauta de millo y el chasquito de las castañuelas, 22 sabanalargueros se preparan sobre la arena de la popular cancha de Las Torres, en el barrio Los Robles, para comenzar con los malabares.
Maquillaje blanco y rojo cubre sus rostros como símbolo de la influencia de la cultura española en las tradiciones indígenas de la Región Caribe. “Quise que parecieran bufones, para darle más sabor a carnaval”, afirma Apolinar Polo Morales, fundador de la danza.
Apolinar, quien desde hace 6 años permanece postrado en una silla de ruedas debido a los daños que le produjo una isquemia cerebral, no pierde la lucidez y la vitalidad que caracterizan a un ‘diablo veterano’, pues como reza el adagio popular, “más sabe el diablo por viejo, que por diablo”.
‘El jefe de los diablos’ como le llaman aún recuerda la tarde en la que en compañía de la folclorista Carmen Meléndez lanzó su primera bocanada de candela en un barrio popular de Barranquilla.
En el municipio que es conocido como la ‘cuna de los diablos’ es común escuchar entre los niños el deseo de cumplir los quince años, por ser la edad mínima para pertenecer al grupo y practicar sus arriesgadas acrobacias.
Tal es el caso de Pedro Hernández Corro, el mayor de la nueva generación de los arlequines sabanalargueros, quien sostiene que desde que tenía 11 años se paseaba por la casa del señor Apolinar, en el barrio Getsemaní, para observar la técnica de los diablos, “así inició mi pasión por ser un lanza fuego”, dice Hernández.
27 congos de oro no bastan para saciar la sed de los precursores del grupo de incendiar los corazones colombianos con la tradición de su danza, pues pese a la falta de apoyo económico para cubrir los gastos del grupo siguen adelante.
En promedio son de uno a dos litros de gas los que consume cada danzarín por un trayecto similar al de la Batalla de flores, líquido que mantienen en la boca por tres minutos hasta que un fósforo encendido les indica el momento de soltarlo.
Poco más de 50 kilómetros los separan de Barranquilla, sin embargo, para ellos la distancia no importa cuando de mostrar su legado se trata, pues hacen parte de las danzas declaradas por la Unesco como patrimonio intangible de la humanidad.
Una coreografía dicharachera alrededor del fuego, en la que la clave secreta es tomar un buen vaso de leche después de cada presentación para evitar intoxicaciones.
Con espuelas de hierro atadas a los tobillos y el sudor corriendo por sus rostros, estos personajes multicolores que son la imagen del carnaval 2012, se enfrentan como gallos finos en la arena para que su danza no termine convertida en las cenizas de un recuerdo carnavalero.
Por Éel María Angulo