Don Amílcar no era un entrenador de boxeo, era un padre que enseñaba a sus hijos a boxear, los adjetivos que utilizaba para llamarlos –chiquito, nene- contrastaba con la imagen que veía en el ring de entrenador rudo de un metro noventa de estatura, exigente, cuya voz resonaba potente en cada explicación o maniobra.