El Heraldo
Opinión

El baile polémico

El Harlem Shake –una mezcla de hip hop y dance creado por el productor musical norteamericano Harry Rodrigues– se ha venido tomando el Internet. Nuestros jóvenes barranquilleros no han escapado a la influencia. 

Si hace varias décadas el ‘imperialismo cultural’ ya era fuerte por la penetración de la televisión, que le dio un nuevo aire a Hollywood, hoy, en la era del Internet, este coloniaje se volvió más efectivo, instantáneo y traducido en millones de seguidores en el globo terráqueo. 

Un grupo de muchachos de un colegio local de orientación evangélica lo convirtieron en escenario de este baile, y por el hecho se llegó a asegurar que los estudiantes implicados en la grabación serían posiblemente amonestados.

El tema que desata este tipo de baile, del cual circulan distintas versiones en video, corresponde a los formatos musicales del mundo de hoy, y lo que ha levantado los reproches,  en el caso de Barranquilla, son las gesticulaciones de tipo sexual que, por supuesto, son inspiradas en los movimientos corporales que animan este frenético ritmo. 

Pasa con esto, lo que llegó a acontecer con la llamada champeta cuando apareció en Cartagena, por efecto de los influjos de las bandas africanas que llegaban a La Heroica en los festivales de música del Caribe, que congregaban grandes multitudes, y los cuales dejaron de hacerse desde hace algunos años.  

La irrupción de la champeta en los barrios populares de Cartagena despertó toda suerte de comentarios adversos por la mímica incorporada en este baile, hasta que fue logrando una mayor aceptación social. Incluso un alcalde cartagenero llegó a plantear la medida de prohibir las verbenas solo con champeta, y la necesidad de incorporar al repertorio de estas otros aires del folclor nacional, con el argumento de que esos festivales de champeta derivaban en graves trifulcas a mano armada. 

La experiencia demuestra que entre más fórmulas prohibicionistas se ensayen, más se estimula el consumo de estos ritmos que terminan apeteciendo las demandas de considerables nichos de la población. Desde luego, no tiene sentido que prosperen ni discursos ni medidas moralistas frente a estas expresiones. Pero lo que sí tendríamos que cuestionarnos son los contenidos de las nuevas músicas urbanas, su lenguaje, sus mensajes, su discutible calidad estética.

El reguetón ha sido, de hecho, objeto de severos reparos por parte de quienes juzgan que abusa de sus letras, y sus coreografías insinuantes, lo que sin duda está directamente conectado con estrategias de mercadotecnia que se consideran efectivas para satisfacer a los clientes de esta modalidad de ritmos. 

En esta orquestación que permite la captura de auditorios, indiscutiblemente numerosos, ha contribuido de manera determinante una programación radial que no se anda con rodeos para promover lo que considera tiene la potencialidad de garantizar altos niveles de rating. Por eso, la moral no juega aquí y está condenada a perder, porque es un asunto económico, un asunto de negocio, donde lo que interesa es ganar la mayor cantidad de seguidores, aunque esto lastime o sacrifique valores humanos que terminan siendo inevitablemente desplazados. 

Sin embargo, hay que mantener el debate, porque la vida cultural debe enriquecerse con lo mejor, con lo que nos haga mejores ciudadanos, mejores seres humanos. Es una cuestión de responsabilidad que los medios de comunicación deben asumir sin elusiones. La radio, especialmente. ¿A qué sociedad le estamos apostando?, ¿a una superflua, banal, estridente, sin contenido o a una sociedad más educada, más culta, más respetuosa, más decente? Convendría, por eso, un liderazgo más positivo desde los medios de comunicación.

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