Mi escena favorita de Easy Rider, la película que dio fama a Dennis Hopper y Jack Nicholson, es aquella cuando, luego de ser agredidos por llevar el pelo largo, los dos hablan sobre el miedo a la libertad. “¿Qué tiene de malo ser libre?”, pregunta Hopper, a lo que Nicholson contesta, “De eso se trata todo. Pero hablar de ello y serlo son cosas distintas. Es muy difícil ser libre cuando te venden y te compran en el mercado. No vayas a decirle a nadie que no es libre porque te hablará de libertad individual y hasta es capaz de matarte para probarte que sí lo es. Pero si ve a un individuo libre, se asusta”.
Recordé esta escena hace poco, cuando se cumplió una década de la presentación (eso que mal llaman "lanzamiento") de mi novela Al diablo la maldita primavera, lo cual sucedió luego de andar por más de cinco años con ella debajo del brazo, mientras las editoriales se negaban a publicarla con el argumento prejuicioso de “el país no está preparado para este tema”, a pesar de que no era novedoso en la literatura nacional (ya estaban ahí El cadáver de papá, El Divino y Un beso de Dick, por recordar solo tres obras).
Por fortuna, estos años ha habido una apertura alrededor del tema gay. Que no es tan amplia como se quisiera, es cierto. Pero, de no haber ganado el Premio Nacional de Novela, quizá habría tenido que esperar mucho más tiempo para ver mi libro en las estanterías nacionales.
Entonces nunca imaginé que fuera a generarme, por igual, tantos amores y odios; a regalarme la amistad de tantas personas, o a llevarme a caminar por ciudades que hasta entonces eran para mí tan solo un punto en el mapamundi; pero, sobre todo, a impulsarme para seguir haciendo lo que desde entonces no he dejado de hacer, abandonando el sueldo fijo a cambio de la incertidumbre de agarrar del presente lo que la vida quiera darme, pero siendo feliz con lo único que me gusta hacer: leer y escribir.
Si leo para divertirme, para conocer otros modos de vida, para internarme en otras mentes, para saber lo que pasa en el resto del mundo, en fin, para entender, escribo para no enloquecerme, por catarsis, para no estar solo, para aguantar. De alguna manera, la escritura cierra la herida que abre la lectura, no tanto de otros textos –de literatura, de periodismo, de banalidades– sino de la vida misma, de lo que uno va aprendiendo del ser humano. La vida es muy dura. Pero sería peor sin la posibilidad de reinventarnos. Sin poder soñar.
La publicación de Al diablo la maldita primavera generó el más importante cambio de mi vida, porque salir del clóset no es tanto hablar públicamente de la propia homosexualidad sino asumir la vida tal cual uno cree en ella, por más de que pueda estar equivocado. Quizá me habría ido mejor económicamente de haber seguido por la senda burocrática por donde entonces transitaba, pero me creo un privilegiado al poder escapar diariamente en mi soledad, acompañando mi imaginación tan solo con mi perra, Humilda. Mientras hay tanta gente enloquecida por el dinero, mi terquedad es la ausencia.
Daniel Titinger, director de la revista peruana Etiqueta negra, dijo hace poco: “Yo trabajo 12 horas al día y aun así quiero seguir escribiendo crónicas. No escribo por dinero ni por fama. Escribo para no estar triste”. Me pasa igual. Antes que permitir la tiranía del hemisferio izquierdo de mi cerebro –el racional, el estructurado, el obediente-, esta década he aprendido a dudar de todo, a seguir mi voz interior, a buscar mi propio camino. Y he aprendido también que decidir es, quizá, el verbo más importante de nuestra vida, porque está en nosotros seguir el juego según cánones ajenos o apropiarnos de lo único que realmente nos pertenece.
Alonso Sánchez Baute
@sanchezbaute