Al mundo árabe se le está cayendo su muro de Berlín. Aquella pared autocrática que los sátrapas construyeron desde la descolonización del Magreb –nombre del área del norte de África que comprende Marruecos, Argelia y Túnez y, considerada más ampliamente, también Libia, Mauritania y el Sáhara– ahora sufre los golpes impetuosos del hartazgo.
Una chispa que reventó la ira de los muchachos universitarios recién graduados por la falta de trabajo en Túnez enardeció las revueltas contra la corrupción, el nepotismo y la carestía de alimentos en Egipto, y concitó al desmán contra la pobreza en Yemen.
Es interesante observar cómo los movimientos nacidos en su interior, que no son importados, fatigan la supervivencia política de los dictadores. Y si las herencias se resquebrajan o están viciadas, ¿cuál es el modelo político para el mundo árabe? Una lectura irreflexiva es casi injusta, porque el etnocentrismo impregnado en algunas plumas que analistas y líderes mundiales sugieren que la zona necesita reformas.
Se preguntarán ¿por qué Marruecos, Argelia o Libia no están de cara a un contagio como el tunecino o el egipcio?, ¿el efecto de la revolución de los jazmines es acaso incontenible? Los hechos hasta ahora han demostrado que la tendencia hacia la democratización es intermitente, a menos que sea equiparable al de Europa del Este, donde cayeron uno detrás de otro. A pesar de todo, los sentimientos de frustración de los pueblos de África del norte y sus anhelos son muy similares.
Édgar Rafael Piedrahíta Torres
Internacionalista