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El convento Enrique Lacordaire de Medellín es un lugar silencioso. Cerrado sobre sí mismo se alza como una torre de cinco pisos a escasos metros de la Universidad Santo Tomás. Patio luminoso y ventilado alrededor del cual se ordenan las estancias comunes y las cámaras de los monjes. Habitaciones espartanas en las que apenas hay una cama, un armario, un baño y un pequeño despacho con mesa, silla y librería. Al salir de las mismas uno escucha a los monjes rezando en la sobria iglesia del primer piso, sus hábitos blancos rozando las baldosas pulidas del suelo claro, y a las señoras que se encargan de las tareas de la cocina preparando el desayuno, el almuerzo y la cena que los orantes tomarán ese día. Sin lujos, sin carencias tampoco, es el lugar perfecto para retirarse del mundo sin dejar de estar a una puerta de él. Puerta que, sin vigilancia, pues ninguna riqueza hay dentro del convento, puede abrir y cerrar cualquiera que así lo desee y que necesite retirarse unos días, o quizá una vida entera, con los hombres que allí moran.

Ernesto Báez fue un paramilitar. Ernesto Báez murió hace pocos días. Ernesto Báez vivió el último año de su vida en el Convento Enrique Lacordaire. Con fray Bernardo. Con fray Gilberto. Con fray Ricardo. Con fray Germán. Con fray Antonio. Con fray Mauricio. Con el diácono Ángel. ¿Qué lleva a un hombre al que se le atribuyeron tantos desmanes y terrores, tantos crímenes y fechorías, a vivir rodeado de un grupo de monjes con los que no unía nada, siendo sus vidas poco más parecidas que el día y la noche? ¿Qué necesidad tenía Ivan Roberto Duque Gaviría, su nombre civil, acostumbrado a la vida dura de los hombres duros, a recluirse con una diminuta familia de frailes dominicos?

Quizá su último cumpleaños. El que los monjes le celebraron con su familia unos pocos meses antes de morir. Una fiesta en la que, como él mismo reconoció, disfrutó de cosas que en las largas noches de trago y jolgorio que habían sido sus anteriores onomásticas nunca tuvo. Paz, silencio, amistad. Una sonrisa. Vean sus fotos de años y años. Las fotos de cuando era todopoderoso. Cuando su palabra era ley y decidía sobre la vida y la hacienda de los hombres. Nunca sonríe. Jamás una sonrisa alegre y relajada recorre su rostro. En su rostro sólo la seriedad del cazador, a lo sumo la mueca cruel del hombre que se sabe armado y peligroso, se atrevían a enseñorearse de una mirada que nadie en su sano juicio hubiera sostenido largo tiempo. Sin embargo, en ese cumpleaños que los monjes le celebraron en el convento sonríe. Y su sonrisa es humana. ¿Pueden los paramilitares, pueden los guerrilleros, pueden los señores de la guerra sonreír como si de verdad fueran seres humanos? En ese cumpleaños él pudo. Quizá, sólo quizá, eso explica qué lleva a un hombre como Enrique Báez a meterse en un convento.

Tal vez la llamada de Dios. Eso decía él. Eso creen los monjes. Se preguntaba qué quería Dios de él en estos últimos momentos de su vida. Morir, me respondió fray Bernardo. Dios quería de él, que después de tantos años de vivir en guerra, Ernesto Báez muriera en paz. Se acogió a la Ley de Justicia y Paz, se desmovilizó, cumplió cárcel, pidió perdón a las víctimas. Algunas le perdonaron. Otras le vieron morir sin haber obtenido aun respuesta a tantas preguntas. ¿Pero qué le obligaba a ir más allá y encerrarse en un convento? Seguía teniendo dinero, casa, medios, seguía teniendo un nombre y poder. Y, sin embargo, cada noche dormía en una cama sencilla. Cada mañana se despertaba temprano para rezar rodeado de hombres vestidos con hábitos. Cada día se encerraba en su celda para escribir una historia del Cristianismo y de la Iglesia Católica.

¿Un líder paramilitar escribiendo sobre el Cristianismo? Su idea original era hacerlo sobre la historia del Conflicto. De Colombia y su guerra. Pero cambió de opinión. Decía que su hijo le hizo cambiar de opinión. Unas versiones cuentan que el muchacho le visitó en la cárcel. Otras que se le apareció en sueños o, incluso, al despertar de uno. Su hijo fallecido que le pidió que escribiera de lo que él, profundamente religioso, tanto amaba. Me cuentan, contaba él mismo, que cuando años después de enterrado sacaron el cuerpo del joven, lo encontraron incorrupto, y que él sentía que era su obligación cumplir lo que su hijo, al que ya los hay que comienzan a considerar santo, le había pedido.

¿Reconciliación?. ¿Creen en Dios los paramilitares? ¿Cree Dios en ellos? No sé lo que habitaría el corazón de Ernesto Báez en el justo momento en que un infarto se lo llevó. No sé si estará en este momento con el Dios con el que él quiso reconciliarse. Ni siquiera sé si dicha reconciliación existió de verdad. Hubo voces que me hablaron de camionetas último modelo en la puerta del convento, de hombres armados, de disciplina, de órdenes dadas y obedecidas, de que nadie cambia o, en el mejor de los casos, nadie cambia del todo. También las hubo que me hablaron con entusiasmo y emoción del arrepentimiento, del perdón, de creer que hasta el peor de los lobos puede volverse una oveja temerosa de Dios. Sus familiares contaban abrazos dados por primera vez, sonrisas dibujadas en facciones jamás alegres, de un hombre que volvió de un lugar tenebroso y profundo del que la mayoría nunca vuelve.

Ernesto Báez toma trago en su pueblito con los monjes sentados alrededor de la mesa. Se los llevó allá para que vieran de donde procedía. El origen de todo. La escena muestra rostros tranquilos, alegres. Frailes vestidos con ropas del común y un hombre poco común cubierto de ropas que parecen hábito de monje. Gorras, jeans, tenis. Telas blancas y unas gafas de sol que ocultan los ojos y bajo las cuales surge, sorprendida de sí misma, una sonrisa que, permítanme la premonición, ya anticipa, delgada, fina, cincelada en una carne que se despide sin aun saberlo, que la felicidad no está permitida por mucho tiempo a los pecadores arrepentidos.

El perdón. Caminando de noche por el convento, de pie frente a la puerta de la habitación en la que cada noche escribía Ernesto Báez, la memoria devuelve la imagen que él tenía de sí mismo cuando afirmaba que voluntariamente recluido entre monjes se sentía como el emperador Carlos, como el anciano rey de España que, después de tantas luchas, sangres y lágrimas derramadas, decidió pasar sus últimos años en el Monasterio de Yuste. Rezando, pensaba Ernesto Báez. Reconociendo al fruto de su pasado, a su hijo bastardo, Juan de Austria, nos cuenta la historia. Paradoja es que, tal vez desconocedor de este dato, también en el mismo se parecieran el monarca y el paramilitar pues, ¿a qué si no a reconocer los desmanes de su pasado dedicó Ernesto Báez sus últimos tiempos?

Decía Ernesto Báez que Colombia era un país extraño. Que primero te condenaban y cumplías cárcel. Y que, sólo después, investigaban tus delitos y te hacían contar todo lo que supieras de los mismos. Muchos no pudieron, no supieron, no tuvieron fuerzas para aceptar sus disculpas, ¿cómo perdonar al que causó la muerte de tu hijo, de tu marido, de tu padre? Cuando quisieron aceptarlas descubrieron que Ernesto Báez ya se había ido por siempre.

El hereje Calvino, tirano de Ginebra, asesino de Servet, creía que el destino ya está escrito, que Dios lo sabe todo y nos trae al mundo conocedor de cuáles serán nuestros pecados y cuáles las causas de nuestra caída. La Iglesia, sin embargo, considera que el hombre es libre. Libre para pecar, libre para hacer el bien. La libertad nos puede volver monstruos, pero también nos puede salvar. He ahí lo atroz y al tiempo maravilloso de ser humanos, que sólo en nuestras manos y en ningunas otras está el decidir qué camino tomaremos. Somos libres y esas dos palabras son las más gloriosas y al tiempo terribles que sea posible pronunciar. La libertad hizo de Ernesto Báez un proscrito de los Cielos. ¿Hizo de él la libertad un hombre sinceramente arrepentido? ¿Sanó su alma y, cuando su corazón se rompió, subió, como él deseaba, a reunirse con su hijo? Los monjes creyeron en él. Con ellos lo alojaron y en uno más lo convirtieron. No es mi misión decirles lo que ustedes tienen que creer. Crean lo que deseen. Y, si no desean creer, no crean. Yo, por mi parte, les conté esta historia porque si en algo quiero creer es en la libertad. Incluso en la libertad de los pecadores.