Cuando cayó el primer cilindro sentí miedo. Miedo del gas pimienta, que me entró como dos llamaradas en los ojos. Miedo de los encapuchados, que corrían desde todos lados, rechazando los ataques de la fuerza pública con piedras, bandejas metálicas y todo lo que encontraran a la mano. Sentí miedo de la misma Policía, que lanzaba granadas de humo como si se tratara de una guerra. En ese momento, rodeado por el pánico, por los gritos y la gente, sentí que el mundo se iba a acabar. No había escapatoria, y decidí correr en búsqueda de un refugio.
Fue ahí cuando la pimienta me hizo llorar. Y no eran lágrimas de tristeza ni de dolor; eran de desespero, como aceite caliente que me bajaba por los párpados. Si intentaba abrir los ojos, en un reflejo inútil para comprender mejor lo que estaba pasando, el picor me los cerraba. Asustado, solo y en medio de un centenar de jóvenes que gritaban despavoridos, comprendí que mis ojos no eran los únicos llorosos. Que estudiantes y encapuchados sufrían y se quejaban del mismo ardor que me cegaba. De repente entendí que los que se escondían detrás de máscaras, prendas oscuras y pasamontañas también eran personas; individuos asustados igual que yo, que lloraban las mismas lágrimas picantes que me recorrían el rostro.
Esos mismos encapuchados, que minutos atrás, cuando iniciaron los desmanes dentro de la Universidad del Atlántico, se veían como autómatas peligrosos, crueles e intimidantes, se convirtieron en mis aliados, en mis protectores y hasta enfermeros. Para el picor en los ojos me dieron vinagre y crema dental, que tuve que untarme en dos líneas sobre las mejillas, como si fuera un comando dentro de una guerra de trincheras. Junto a ellos, los estudiantes me indicaron dónde refugiarme, y hasta qué punto caminar para que los gases no me llegaran a los ojos.
El olor a ácido, como a experimento fallido de feria de química de colegio, invadía todo el lugar: la plaza entre el bloque D y la entrada principal de la Universidad del Atlántico. Sobre mi cabeza había humo, gas y cilindros que seguían cayendo desde la carrera 51B, trinchera desde la que el Esmad se plantó desde el mediodía. A unos 200 metros de mi ubicación, en la frontera entre las filas de los encapuchados y de la fuerza pública, una llamarada marcaba los límites de la batalla campal. No había escapatoria ni salida posible, por lo que los estudiantes me acogieron y me explicaron cómo sobreviven en situaciones así.
'Hay que mirar al cielo', fue lo primero que me dijeron. 'Si escuchas un disparo mira hacia arriba, que es de donde van a caer los cilindros. Hay unos que se dispersan, por lo que toca estar pendiente para saber de dónde va a llegar el gas, y así protegerse mejor'. Entre la algarabía y el caos, pensé que esos consejos no tenían mucho sentido. Fue ahí cuando cayó la segunda tanda de gas pimienta, y una de las granadas impactó el estómago de uno de los estudiantes. Comprendí que los jóvenes no mentían. Aquí afuera había que sobrevivir, y ningún carné de prensa iba a evitar que el fuego cruzado me diera en la cabeza.