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Entre la cacofonía de los claxones tocados por los automovilistas que se afanan bajo el semáforo del congestionado cruce de la calle 79 con carrera 46, y bajo la mirada de transeúntes curiosos que se detienen por un momento, se ha conformado lo que podría llamarse un 'club callejero de ajedrez'.

Los andenes se convierten en un lobby guarecido de la inclemente canícula por el follaje de un almendro. Las mesas son de madera, precozmente envejecida por el uso intensivo. Las sillas se improvisan con cualquier elemento y las piezas de ajedrez se cuidan como si fueran el tesoro más preciado, como si todas ellas fueran reyes y reinas.

'Tenemos aproximadamente cinco años de estar reuniéndonos en este lugar. Todo lo que tenemos aquí es producto de la colaboración y de los aportes voluntarios de un grupo de amigos amantes de este deporte', menciona Fernando Muñoz Visbal, uno de los organizadores de estas improvisadas veladas a cielo abierto, mientras prepara la partida de dos compañeros contendientes que acaban de llegar al lugar.

A esta ajetreada esquina de la ciudad se acercan cerca de 35 personas durante el día: universitarios, profesionales y adultos mayores, quienes aseguran que de vez en cuando tienen la oportunidad de codearse y enfrentarse a los personajes de mayor trayectoria en el mundo del ajedrez profesional.

Pero incluso esos grandes esperan por igual su turno para jugar en alguno de los cuatro tableros disponibles.

Allí, se desconectan de todo lo que les rodea para concentrarse exclusivamente en el mosaico de cuadros verdes y blancos del tablero y en las piezas erguidas sobre el mismo. Los movimientos se hacen con lentitud, muy planeados, y se economiza la saliva al máximo. Los gestos de vacilación —frote de manos, toqueteo del rostro, carraspeo de la garganta— se alternan con los de la triunfal satisfacción producida por haber hecho un buen movimiento.

Jimmy Vela es un chef bogotano que trabaja en Barranquilla, comparte su pasión por la culinaria con el ajedrez (actividad a la que le dedica 3 horas diarias tras la salida del trabajo), y confiesa: 'No soy muy bueno, pero me gusta jugar. Juego todos los días, de 3 a 6'.

Un ansia contenida parece dominar a quienes esperan su turno alrededor de los tableros. Aprovechan cualquier oportunidad para bisbisear entre ellos, criticando las jugadas con comentarios técnicos y detallados, exhibiendo sus conocimientos estratégicos de este milenario y legendario juego cuyo origen, aparentemente trazable hasta la India Septentrional, se pierde en la noche de los tiempos.

'Un universo infinito'. 'El ajedrez es un universo infinito', dice Genaro Flórez, y explica, sin que nadie en realidad haya solicitado explicación alguna, que 'existe un abanico de posibilidades de 400 posiciones distintas tras la primera jugada (es decir, un movimiento de las blancas y otro de las negras); 72.084 después de la segunda jugada y más de 9 millones tras la tercera jugada. Y después de que cada contendiente ha hecho cuatro jugadas, existen más de 280 millones de posiciones diferentes posibles'.

El ambiente nunca se torna agresivo. Ni siquiera se producen esos roces tan habituales entre los jugadores de dominó —el juego de mesa favorito de los barranquilleros—, quienes tras cada partido jugado ‘ponen el retrovisor’ y suelen increparse airada y mutuamente entre ellos por los movimientos hechos y las decisiones adoptadas.

Una jerga aparte. Fischer, Spasky, Karpov, Kasparov o Capablanca son apellidos de glorias y maestros internacionales que surgen con facilidad en medio de estas sesudas conversaciones, entremezclados con sonoros nombres de jugadas clásicas, como el Mate Pastor, la Defensa Filidor o la Apertura Ponziani: un léxico dominado solo por esa minoría amante de pequeñas batallas libradas generalmente en blanco y negro sobre un tablero de plástico o de madera.

La esquina queda desierta poco antes de la caída del sol.

Torres, peones, caballos y alfiles de ambos bandos se amontonan poco ceremoniosamente, prisioneros hasta el día siguiente en una caja de cartón dejada a buen recaudo junto a los cronómetros, en un local comercial cercano.

Los tableros exhiben entonces esa doble inmovilidad transmitida por la quietud cuando se ve subrayada por el frenético ritmo citadino de la hora pico, y parecen quedar a la espera del regreso de esos jugadores que quizá comparten la certeza de cuasi eternidad que Jorge Luis Borges concede al juego ciencia en uno de sus eruditos poemas:

'Cuando los jugadores se hayan ido, cuando el tiempo los haya consumido, ciertamente no habrá cesado el rito'.

(La armonía del lugar contrasta con el bullicio que lo rodea).