El Heraldo
Ana Isabel Cantillo Chaparro se dedica a cocinar. Johnny Olivares
Judicial

Después de 26 años de abuso se convirtió en líder comunitaria de mujeres maltratadas

Ana Cantillo es Gestora de Paz en la Oficina de la Mujer. 

Cuando peor se sentía, Ana Isabel Cantillo Chaparro envolvía un par de sábanas, las guardaba en su maletín y tomaba rumbo al Hospital Barranquilla. 

Allá bañaba y arropaba a los enfermos para olvidarse de sus problemas: los 26 años de matrimonio en los que sufrió una y otra vez las agresiones de su pareja,  Joaquín Fontalvo. 

“Es un hombre inteligente pero enfermo”, describe Ana al hombre que conoció desde los 16 años y que debido al alcoholismo se tornó agresivo, tanto verbal como físicamente.

Se conocieron en el año 1982, cuando eran vecinos en el barrio Buena Esperanza. “Él me hacía las tareas y ahí nos molestábamos”, evoca Ana con una sonrisa que no se extingue, incluso cuando habla de los momentos difíciles. 

Se casaron 5 años después y tuvieron a su primer hijo ‘Joaquincito’, como lo llaman en su casa. 45 días después de nacido ocurrió la primera agresión. 

Ese día llamaron a Ana, quien vivía en la casa del hermano de su marido, porque su abuela se encontraba enferma. Se llevó a su hijo y ayudó en la tareas de todos los días, 500 bollos que repartirían en la mañana a tiendas del barrio Buena Esperanza y sus alrededores. 

Cuando llegó a su casa encontró a Joaquín borracho. Le preguntó dónde estaba y antes de que respondiera, Ana sintió el ardor del golpe en su mejilla. “Había unas botas industriales que utilzaba para trabajar, se la tiré en el pecho y quedó privado en la cama. Cuando el hermano me quería botar de la casa ya yo me estaba yendo”, cuenta la mujer.  

Por ese episodio se separaron durante cuatro años. Se seguían viendo ya que sus familias eran vecinas y a partir de esto, se gestó la reconciliación que trajo como fruto a su segundo hijo, William, y un año después a su tercer hijo, Kevin. Su hija menor nació en 2003.

Durante esta etapa de la relación comenzaron los abusos constantes a raíz de las borracheras de Joaquín. “Cada vez que quería irse de una fiesta me jalaba de los pelos, por eso me lo corté”, explica Ana mientras se suelta el cabello que ahora le llega hasta debajo de los hombros. 

A pesar de ser ebanista, Ana reclama que su esposo nunca le hizo una cama a sus hijos. Cuando les daba dinero para la comida, esa misma noche llegaba a pedirlo de vuelta para embriagarse. 

“Un día le acababan de pagar, con la plata en la mano le pedí zapatos nuevos para que los niños llevaran al colegio. Se desapareció tres días, cuando iba a poner el denuncio en la Fiscalía llegó a la casa sin un peso”. Ya el rencor se ha ido  y el humor es el único sentimiento que le despiertan aquellos tiempos.

“Se acabaron las navidades, carnavales y todas esas fiestas, nos tocaba encerrarnos porque no queríamos lidiar con el tropel que montaba”, detalla. Decidió dejar de dormir junto a él en la cama, pero no se atrevía aún a confrontar y buscar una solución a fondo del problema que acababa con la calidad de vida tanto suya como de sus hijos. 

No fue sino hasta que sus hijos crecieron que pudo enfrentarse con Joaquín. 

Una noche, como de costumbre, llegó embriagado y partió la puerta de la casa. Ana recuerda los gritos y el formón que traía en la mano, amenazaba con matarla. Su hijo menor Kevin, en aquel entonces de 17 años, encaró a su padre. “Usted no va a matar a nadie aquí”, repite las palabras con orgullo la madre. Desde ese abril de 2014, Joaquín no volvió a vivir en la casa. 

Ana argumenta que se dejaba persuadir por su marido –“por dos semanas paraba de tomar y le creía hasta que llegaba la próxima borrachera”–. Cree que si su hijo no hubiera sacado al padre de la casa, probablemente estaría todavía allí.  Desde entonces ha recibido capacitaciones en la Oficina de la Mujer del Distrito y hoy en día hace parte de Mujeres Gestoras de Paz, líderes en sus barrios y que enrutan a las mujeres que sufren de maltrato a que denuncien y busquen ayuda profesional. 

“Desde mi casa vendo fritos y almuerzos, ha sido duro pero he salido adelante. Y si yo pude, porque no va a poder otra mujer”, exclama enérgica. 

Aún recibe a Joaquín en su casa y le brinda una comida cuando sobra en la cocina, excepto cuando muestra señales de embriaguez. Su marido ahora alterna su vida entre la casa de una hermana y una carretilla en el mercado en el Centro de Barranquilla. 

“Desde hace cinco días que lo están buscando para un trabajo, debe de estar por ahí, bebiendo en el Boliche”, conluye Ana. Su proceso de sanación continúa, y a través de constantes terapias y capacitaciones que ofrecen en la Oficina de la Mujer ha pasado de ser víctima de sus decisiones a ser la responsable de su destino. 

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