El Heraldo
Lola de Pont con sus tres hijos, en la casa de la carrera 53. Cortesía.
El Dominical

Vida nueva, una historia de migración

Pilar Pont (Barranquilla, 1939) es hija de dos catalanes –Rosendo Pont y Dolores Rosell– que arribaron al muelle de Puerto en 1928 y unieron sus destinos en Barranquilla. Escribió ‘Mis dos orillas’ sin ánimo de divulgación editorial, solo como memoria para su familia. Por su valor testimonial de una época, reproducimos un pasaje.

La felicidad de quedarme en la casa oyendo rancheras sin ir al colegio no podía durar. Algún día tenía que comenzar a estudiar. No sé si fue un triunfo de mamá, que además de las lluvias también controlaba un par de cosas más. O simplemente que las autoridades se habían dado cuenta de que papá no significaba ningún peligro para los aliados, que de todas formas, ya estaban ganando la guerra. Lo cierto es que decidieron comprar una casa en Barranquilla, en un barrio residencial muy cerca del colegio donde asistiríamos a clases durante lo que ellos pensaron sería mucho tiempo.


La casa era muy espaciosa, con muchas habitaciones que mamá se apresuró a llenar de muebles. Hasta un piano, el cual desató en mamá el fatal deseo de que sus hijas fueran pianistas. Caímos las tres bajo el embrujo del piano. Más bien cayó mamá y nos arrastró en su caída. Nos consiguió una profesora para que nos enseñara a tocar el piano a Tota y a mí, que todavía no había comenzado el colegio en serio, pero no había a que perder el tiempo. Mamá, fiel a sus costumbres, sembró capachos por todos lados y papá un par de árboles frutales, nísperos y papayos, porque ya le estaba tomando el gusto a las frutas tropicales.


 En el patio había un gallinero viejo y destartalado. En aquella época, los pollos se compraban vivos y más tarde se sacrificaban en la casa para asegurarse de que no estaban enfermos y se podían comer. Costumbre inútil porque no creo que ni mamá ni ninguna ama de casa pudiera reconocer a un pollo enfermo a menos que ya tuviera una pata en la tumba. Mamá seguramente pensaba lo mismo. En casa los compraban, mataban y nos lo comíamos el mismo día. De manera que el gallinero siempre estaba vacío y lo utilizábamos para jugar.


Encima del garaje había un cuarto, como un desván, al que se llegaba por una escalera de madera en forma de caracol que parecía que no perteneciera al resto de la casa que era de material. Allí también subíamos a jugar o a charlar con la mujer que venía a lavar, almidonar y planchar todas las semanas. Mamá era partidaria del almidón en todo lo que se le pasaba por delante: manteles, sábanas, toallas, hasta los calzoncillos de papá, a pesar de que él luchara contra ello. Almidonar y planchar bien era toda una ciencia, un arte que pocas personas dominaban y mamá era muy exigente en eso. Tampoco se salvaban del almidón los uniformes del nuevo colegio. Creo que éramos las únicas niñas que llevábamos uniformes almidonados y crujientes, que nos rascaba la espalda y puyaban a la que se sentara a nuestro lado.

Rosendo y Dolores, con sus hijas Rosa (Tota) y Pilar, en los años 40. Cortesía.

La nueva casa tenía una distribución interior como la mayoría de las casa de Barranquilla de esa época. Quién sabe qué estilo sería. Un largo hall de entrada que dividía la casa en dos, con todas las habitaciones a los lados y rejas por todas partes, millones de rejas, en las ventanas, en las puertas. Bueno, en el techo no había rejas porque eran altísimos y por allá no esperábamos que apareciese ningún ladrón (...)..

Algo maravilloso en la nueva casa era el teléfono. Por primera vez teníamos teléfono. Un aparato viejo con una línea compartida que llamaban “party-line”, así, en inglés, porque Barranquilla, a pesar de seguir teniendo gallineros en las casas, se estaba volviendo muy sofisticada. Nosotras, como quien dice, acabadas de llegar del campo, estábamos encantadas. Muchas veces al levantar la bocina del teléfono se podía escuchar las conversaciones de la persona con quien se compartía la línea.
Gran diversión, cuando no nos veían, para nosotras, campesinas encandiladas con los adelantos de la ciudad.

Teníamos de vecinos a una familia catalana de exiliados políticos o auto exiliados. Ya he dicho que era la época de la dictadura de Franco en España. Papá y mamá y todos nosotros habíamos pasado, desde Barranquilla, primero la guerra civil, luego la Segunda Guerra Mundial y ahora la dictadura. Claro que estaban a salvo en Colombia, pero los dos tenían familiares en España y aunque nosotras viviéramos en Babia, ellos sí sabían lo que estaban pasando sus familiares. Papá, ahora convertido en el agente 007 maduro, había hecho un par de viajes a España a ver a sus hermanos, entrando una vez por Portugal, aunque nunca entendí por qué no entraba por donde era, hubiera sido mucho más fácil. Después se pregunta uno por qué no lo dejaban ir a Puerto Colombia, si él siempre andaba yendo y viniendo por los caminos más extraños.

 

Por primera vez teníamos teléfono. Un aparato viejo con una línea compartida que llamaban ‘party-line’, así, en inglés, porque Barranquilla, a  pesar de seguir teniendo gallineros en las casas,  se estaba volviendo muy sofisticada”.

Para mí, estos vecinos eran un verdadero misterio, no solo por el hecho de ser exiliados (un término que yo nunca había oído antes y que mamá me tuvo que explicar, no una sino cien veces), sino más bien por sus costumbres y su mismo aspecto. Mantenían las ventanas cerradas y las cortinas corridas durante todo el día, no como yo pensaba, para que la policía no los detuviera y mandara de vuelta a España, sino por la costumbre europea de hacerlo así en verano para protegerse del calor. En Barranquilla, donde ventanas y puertas se mantenían permanentemente abiertas, hacer lo contrario era suficiente motivo de sospecha.

Lo que más me intrigaba de los vecinos era su aspecto: eran increíblemente pálidos comparados con los demás habitantes de Barranquilla o por lo menos con todos los que yo había conocido hasta ahora. Yo no entendía cómo podía existir alguien tan blanco y creía que todos los exilados eran así... ¡Claro, como se tenían que esconder y cerrar las ventanas! Además no salían nunca y eso que yo los vigilaba tanto como podía porque con el colegio y las clases de piano andaba medio ocupada. Realmente los que no salían nunca eran los abuelos: una señora que se pasaba todo el día tejiendo sentada en un rincón de la sala y el abuelo que era médico y tenía el consultorio en la casa. Debía tener muy pocos pacientes, pero se pasaba el día encerrado en su consultorio donde guardaba una colección de objetos de los indios de la Sierra Nevada de Santa Marta, lugar que había visitado muchas veces. Entre vasijas, mochilas y flechas tenía una cabeza reducida y momificada que me hizo salir corriendo la única vez que entré, con mamá, a su consultorio. Esto confirmó mis sospechas de que era un personaje tenebroso, del que había que cuidarse. (...)

El colegio donde nos matricularon era muy grande. Su solo nombre da una idea: Colegio de la Presentación de Nuestra Señora de Lourdes. Ocupaba toda una manzana. Y una manzana grande. Tenía jardines, patios, canchas de juegos y arboledas sembradas de mangos y mamoncillos. Pero cuando yo llegué al colegio, ya las monjas habían decidido cubrir de cemento los lugares de recreo para facilitar el mantenimiento de tanta tierra y le quitaba un poco de encanto. Solamente en dos lugares habían respetado la vegetación. Uno era el gran patio central, con grama, plantas y flores y una gruta de la virgen de Lourdes, con Bernadette incluida, y que estaba prohibido a las niñas pequeñas. A las grandes sí les estaba permitido ir, pero solo para tomar fotos. El otro era una arboleda de mangos con el suelo cubierto de tierra, como los patios de la vieja Barranquilla. Aquí podían jugar solamente las mayores. Las pequeñas como yo, si queríamos un jardín para jugar, mejor nos quedábamos en casa. Muros grises y altos rodeaban todo el colegio que solamente tenía dos entradas, gruesas rejas de hierro, una para permitir que entraran las niñas y la otra para los buses del colegio. Los salones eran muy amplios, frescos, con unas ventanas tan altas que ninguna niña alcanzaba a asomarse. Desde mi silla solo se podía ver el cielo. Y alguna que otra nube era suficiente para distraerme por un rato.

Los hermanos Dolores, Rosendo (Ponci) y Rosa, en los años 50. Cortesía.
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