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Antonio Caballero cree que de todas las formas literarias, la más sesgada es la relación histórica. Por eso en su libro Historia de Colombia y sus oligarquías (Crítica), este periodista, caricaturista y escritor colombiano recrea los acontecimientos más atroces y el pasado casi siempre sangriendo de un país cuyo relato «comenzó mal desde que lo conocemos».

En esta ronda de preguntas y respuestas, Caballero reflexiona y ofrece una mirada crítica sobre las «cuentas pendientes» que, tras cumplirse 500 años del Descubrimiento, son recordadas por muchos en América. Lo hizo el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, cuya petición al rey de España y al papa Francisco nos ha puesto a conversar y revisar esas heridas abiertas.

Pregunta: ¿Cuál cree usted que es la deuda, medio milenio después, de España por lo sucedido durante la Conquista?

El oro que se llevó de América lo perdió en el juego de sus guerras de Europa. Decía el poeta Quevedo de ese oro: «nace en las Indias honrado,/ viene a morir en España / y es en Génova enterrado».

Lo que se ganó en la guerra se gastó en la guerra: era lo habitual entonces, tanto en el Viejo Mundo como en el Nuevo recién encontrado por los aventureros del Viejo. La conquista, a veces acompañada de genocidio, no la practicaron solo los españoles, sino también los ingleses, los portugueses, los holandeses, los franceses, como antes los árabes y los godos y los romanos, para no salirnos de Europa y de España. Y así se hicieron también aquí los imperios locales: el de los incas y el de los aztecas. Pedir cuentas por todo eso a estas alturas es una ridiculez demagógica. La violencia es la madre de la Historia.

Pregunta: ¿Cómo catalogar a los protagonistas de la Conquista? Es decir, ¿hay héroes y villanos, descubridores o invasores, vencidos y vencedores?

Pregunta: ¿Qué lecturas hace o cómo tratar las distintas versiones de una historia común?

Pregunta: Usted tiene ascendencia española, ¿hay algo por lo cual pediría perdón?

En lo que a mí toca, tampoco yo me considero responsable de lo que hicieron mis antepasados. Pero si así fuera, y sin poder cambiarlas, me arrepentiría de cuatro cosas. Del regalo que en 1893 arbitrariamente le hizo a la reina de España mi bisabuelo el presidente Carlos Holguín del «tesoro de los quimbayas», la colección de objetos de orfebrería que hoy se exhibe en el Museo de América de Madrid. De la fundación en 1849 del nefasto partido conservador colombiano por mi tatarabuelo el poeta José Eusebio Caro. Del engaño a que indujo mi remoto tío el arzobispo-virrey Antonio Caballero y Góngora a los comuneros rebeldes en las «Capitulaciones» de Zipaquirá, en 1781. Y en cuarto lugar, o cronológicamente en primero, de las ferocidades sin cuento cometidas contra indios y españoles por igual por mi aún más improbable y remotísimo pariente el conquistador Pedrarias Dávila, el apodado «Furor Domini», o Ira de Dios, en el Darién de principios del siglo XVI.

Pero insisto: ninguna de esas cuatro culpas es mía.