
Escuela Olga Emiliani | 10 kilómetros
Este texto fue escrito como parte de un ejercicio para poner en práctica la técnica del diálogo mediante el uso de la raya. Se le pidió a cada estudiante que le hiciera una entrevista a un compañero de clases. Daniela Bustamante Acosta, graduada en Comunicación Social y Periodismo por la Universidad del Norte, entrevistó a Martín Pacheco Cogollo, ambos participantes del XIII módulo.
¿Cuántas historias puede haber detrás de una vida? Muchas, diría en lo personal. En un vago cálculo podría concluir lo siguiente: si un año tiene 365 días y cada día 24 horas, por lo menos algo significativo que valga la pena contar habrá sucedido en la vida de una persona. Incluso si se trata de un joven que apenas está emprendiendo el recorrido de ese camino llamado vida.
Encontrar esas historias detrás de las personas no es tarea fácil. Y si hablamos de ganarse la confianza de alguien que poco te conoce, diría que la probabilidad es cero. Si la persona no accede a contarte su historia, algún otro día sin embargo podría suceder el milagro.
Al final, ambos tendrían una anécdota más en su vida. Para ti, la de aquel personaje que tardó semanas en contarte lo que deseabas, mientras que, para este, quedará grabado aquel momento en que una periodista insistente no lo dejaba descansar ni un solo día.
“Encontrar esas historias detrás de las personas no es tarea fácil.
¡Cuán afortunada soy de que eso no me haya sucedido! Al menos, no por ahora. Mi personaje no vaciló en contarme detalles de su vida. Y entusiasmado contestó mi primera pregunta: “¿Cómo te llamas?”.
Me dijo entonces titubeando un poco:
—Martín Elías Pacheco Cogollo. Aunque antes me iban a llamar Brayan Cornelio. —Soltó una carcajada y prosiguió—: Mi abuela dijo que ese nombre no le gustaba. Entonces me llamaron “Martín” por mi abuelo paterno y “Elías” por un tío que vivía en Venezuela y que murió allá.
No pude evitar reír un poco al escuchar la otra opción de nombre que “amenazó” a Martín. Intenté mantener la compostura y le pregunté:
—Cuéntame un poco de tu papá. ¿Qué recuerdos tiene de él?
—No tengo ningún recuerdo de mi papá porque nunca me críe con él. —Hizo una pausa y continuó—: Un recuerdo podría ser el de una vez que lo fui a visitar cuando estaba pequeño. Pero es un recuerdo muy impreciso. Su nombre es Luis Alejandro Espitia Pastos.
—Y de tu mamá, ¿qué recuerdos tienes?
—Recuerdos de mi mamá tengo un montón —dijo entusiasmado—. Cuando ella trabajaba en Montería, nos iba a visitar en Puerto Escondido, donde yo vivía con mi abuela. Cada vez que ella venía, yo la iba a esperar. Eso era muy emocionante para mí.
—¿Dónde acostumbrabas a esperar a tu mamá? —le dije con algo de curiosidad.
—Yo salía a esperar a mi mamá a la orilla de la carretera. —Se acomodó en la silla y levantó los brazos para explicarme cómo era el lugar—. El pueblo tenía una sola entrada. Entonces, como a 100 metros, pasaba la troncal. Yo salía a una tienda llamada “Donde Nuri”; ahí esperaba a mi mamá.
“No dudé un segundo en pensar cuánto le ha tocado recorrer para cumplir sus sueños.
A simple vista, Martín aparenta no tener mucho que contar. Se mantiene calmado y dispuesto a escuchar lo que pregunto. Sin embargo, la realidad dista mucho de lo que aparenta. Hay muchas luchas detrás de él. Luchas que ha enfrentado con el deseo de ganar. Todas en dirección a su amada profesión, la comunicación.
Muy joven comenzó a luchar por ello y con la esperanza de no fallar en el intento. Sus pinitos los dio durante el bachillerato en el colegio oficial Santa Rosa de Lima, de Montería.
Le pregunté:
—¿Cómo te forjaste en el lenguaje durante la escuela?
—Yo escribía cuentos —dijo tras pensar un poco la respuesta—; me gané un concurso de cuentos. Declamaba poesía. Mis poemas favoritos son “Los claveles rojos” y “Nostalgia”, de José Santos Chocano.
Antes de dejarme seguir, Martín agregó:
—¿Sabes? En esa época la situación no era la mejor. —Acomodó su postura—. A mí me tocaba irme a pie al colegio. Siempre era lejos.
—¿Lejos?
—Eran como 10 kilómetros —me dijo tranquilo—, yo me iba caminando. A pesar de eso, yo era el primero en llegar a la escuela. El vigilante siempre me decía: “¿En tu casa no te quieren?”.
No dudé un segundo en pensar cuánto le ha tocado recorrer para cumplir sus sueños. Cuánto le ha tocado recorrer en la vida para llegar adonde está. Ayer fueron 10 kilómetros de sueños, 10 kilómetros bajo el arduo sol. Mañana, probablemente no sabrá cuánto tendrá que recorrer para alejarse de lo que más teme, el fracaso.
Solo puedo decir que, una vez intercambias unas cuantas palabras con él, te das cuenta de que ha recorrido mucho y que seguirá recorriendo más de 10 kilómetros para alcanzar sus anheladas metas.