Desde 1992, cada 3 de diciembre se celebra el Día Internacional de las Personas con Discapacidad, con el objetivo de llamar la atención sobre un colectivo que debe realizar un esfuerzo adicional al del resto de personas para desarrollar su existencia.
Según datos de la Organización Mundial de la Salud, en el mundo hay más de mil millones de seres con algún tipo de discapacidad. En Barranquilla, de acuerdo con la Secretaría Distrital de Salud, hay registradas 13.250 personas con discapacidad, casi un 6% más de las que figuraban en 2010. En todo el departamento del Atlántico, esa cifra se calcula en 22.258 personas.
Hace poco más de dos meses, el Concejo de Barranquilla aprobó un proyecto que prevé adoptar, el año que viene, una política pública de atención a la población discapacitada. Según el texto normativo, el programa se implementará en ocho años y tendrá como objetivos mejorar el acceso a los servicios de salud integral, fomentar la independencia y autoestima mediante la adopción de programas específicos, promover la educación inclusiva, impulsar medidas que erradiquen las expresiones discriminatorias y facilitar el acceso al empleo y el emprendimiento, entre otros.
Por su parte, el gobernador del Atlántico, José Antonio Segebre, aprobó días atrás, mediante decreto, la Política Pública Departamental de Discapacidad e Inclusión Social para el periodo 2015-2025.
Al menos en la letra, tanto el proyecto del Concejo como el acto administrativo del mandatario departamental constituyen un importante paso en el camino a la justicia con una población que tradicionalmente ha sido ignorada, cuando no maltratada, por la sociedad. Lo que hay que ver ahora es cómo se desarrollan esos proyectos en la práctica.
Es mucho el terreno que hay que recorrer para equipararnos a otras sociedades que han dado pasos trascendentales en el reconocimiento de la discapacidad como un asunto de interés público, en el que debe implicarse el conjunto de la sociedad.
Da envidia observar cómo, en otras latitudes, los ciegos desarrollan una vida absolutamente independiente y se mueven por la ciudad como peces en el agua. O cómo personas con síndrome de Down realizan trabajos dignos e, incluso, alcanzan puestos de relevancia en empresa. O cómo niños con acondroplasia se integran plenamente en los colegios sin que sus amiguitos los hagan sentir extraños.
Hacia allá hay que avanzar, y a toda máquina. Adaptando las ciudades para los habitantes con distintas formas de discapacidad, estableciendo ayudas para las familias en casos de discapacidad severa de alguno de sus miembros, etc.
Ahora bien, esos avances no se consiguen solo con políticas activas públicas, pese a que estas son, sin duda, el motor principal para el cambio. También exige cambios de mentalidad de los centros educativos, de las empresas y de la ciudadanía en general. Y no estamos hablando de compasión, sino de justicia.