La carta enviada por la Contraloría General de la República al Ministerio de Minas y Energía, hoy en cabeza de Edwin Palma, la segunda en el último año, es más que un documento institucional. Se trata de una nueva advertencia, de carácter urgente, insistiendo en que el país está cada vez más al borde de una crisis energética que pone en riesgo su estabilidad.

Primero, los datos. La reducción en la producción de crudo —de 772.000 a 747.000 barriles diarios— que desplomó un 4,23 % los ingresos por hidrocarburos muestran que no estamos ante un escenario hipotético, sino ante una convergencia de debilidades estructurales. Esa merma, acompañada de una caída del 5,9 % en las exportaciones de petróleo y derivados, es decir, una pérdida del orden de 183 millones de dólares mensuales, impacta duramente las arcas del Estado y erosiona, sin duda, la capacidad de inversión en el futuro energético.

No es lo único que preocupa respecto a la seguridad y confiabilidad energética del país. El ente de control también alerta por la deuda acumulada del Estado con comercializadoras que, a septiembre de 2025, superan los $2,8 billones por los subsidios de gas y electricidad a los usuarios de estratos 1, 2 y 3, impagos que amenazan la sostenibilidad fiscal del esquema y deja a millones de familias en la incertidumbre por un eventual incremento de las tarifas.

En tanto, la no firma de nuevos contratos de exploración petrolera que limita el hallazgo de reservas adicionales, la larga espera por el tan anunciado Plan de Transición Energética del Gobierno, que sigue sin llegar pese a que está en su recta final, y la ausencia de proyectos concretos para diversificar fuentes de energía dejan al país con un solo rumbo, el declive de la producción de hidrocarburos, esa ‘bestia negra’ que el presidente Petro busca extinguir.

Pero otra vez lo más grave no solo es el diagnóstico, sino la falta de respuestas concretas de un Ejecutivo que ignora o relativiza las alertas sobre la fragilidad del sistema energético. Dicho de otra manera, la Contraloría deja en claro que transcurrido un año no han adoptado decisiones tendientes a reducir los escenarios de riesgo descritos en 2024, que además se agravaron por la inacción o pasividad del actual Gobierno. Es como si se encendieran recurrentes señales de alarma, pero el conductor deliberadamente decide no hacerles caso.

Por ello el riesgo no desaparece. Más bien todo lo contrario: en 2026 se hará más necesario importar gas para atender la demanda y en el 2029 podríamos estar abocados a un déficit creciente. De manera que el país dependerá cada vez más de fuentes externas y costosas.

¿Quién asume esa responsabilidad? El Gobierno tiene que responder por sus decisiones, porque aunque enarbole discursos de soberanía y sostenibilidad o anuncie reformas y decretos, carece de ejecución, perspectivas de inversión y credibilidad. Hasta ahora, ni el Ministerio de Minas ni la Creg han ofrecido una hoja de ruta clara sobre nuevos proyectos de generación o cómo se garantizará el respaldo térmico e hidráulico en los años venideros.

Esa omisión intencional tiene consecuencias. Sin políticas energéticas claras ni estabilidad en las reglas, Colombia podría precipitarse, más temprano que tarde, a un escenario de eventuales racionamientos, pérdida de confianza de inversionistas o deterioro institucional.

Que conste que no es una diatriba de los gremios del sector, sino un llamado urgente de la Contraloría que demanda un golpe de timón para conjurar los riesgos en ciernes: déficits fiscales, encarecimiento del servicio, mayor dependencia externa… La seguridad energética no debe ser un campo para la improvisación ideológica ni un argumento electoral, sino un asunto de Estado que tiene que ser manejado con rigor técnico. Sin eso, el país seguirá expuesto. La advertencia está hecha. Le corresponde al Gobierno responder con hechos, no con sarcasmos o amenazas que no garantizan la energía en firme o el gas que hoy escasean.