Miguel Uribe Turbay ha muerto. Tenía 39 años. Uno menos que su madre, la periodista Diana Turbay Quintero, cuando fue vilmente asesinada en 1991 por el entramado criminal del narcotraficante Pablo Escobar. En ese momento, el senador era un niño de cuatro años, los mismos de Alejandro, su hijo con María Claudia Tarazona, su aguerrida esposa. Es escalofriante constatar cómo los episodios de violencia en Colombia se reeditan en un ciclo que hasta ahora parece inextinguible, de una forma tan execrable que ningún ser humano debería ser indiferente a semejante dolor ni quedar al margen de un repudiable crimen de irrebatible origen político, miserable e infame, que estremece el alma y solivianta el espíritu.

Resultan macabros los paralelismos de la vida y de la muerte que retratan nuestra historia. En ella intentan no zozobrar las víctimas, usualmente revictimizadas por pugnas políticas fratricidas, nuevas violencias toleradas e incluso alentadas por el malévolo odio que todo lo arrasa, cuando no por el accionar cobarde e indiscriminado de criminales de la peor calaña.

En un universo de venganza que pudo haber estado dominado por el rencor, Miguel eligió lo correcto. El amor de su familia, en especial de su abuela, Nydia Quintero, el espíritu de la Fundación Solidaridad por Colombia, recién fallecida; de su hermana, María Carolina Hoyos, quien ejerció de madre ante la forzosa ausencia de Diana, y de su padre, Miguel Uribe Londoño, blindó el corazón de un niño inocente e indefenso que demasiado pronto, sin otra opción, debió aprender a lidiar con el sufrimiento impuesto por los verdugos de su mamá.

Indudablemente cada víctima afronta, como mejor puede, su descomunal dolor. Imposible juzgar. En el caso de Miguel, su decisión fue honrar con rotundidad la herencia ética y moral de Diana, una mujer valerosa, decidida, que se esforzó por visibilizar en su labor periodística la realidad de una Colombia inmersa en la violencia. No es aventurado decir que la pena o desconsuelo por haberla perdido, casi sin conocerla, definió su carácter como líder político.

Nieto del expresidente Julio César Turbay Ayala, hijo de exconcejal y senador, Miguel siendo un abogado de 25 años fue elegido concejal de Bogotá por el Partido Liberal. Sus méritos, disciplina y arduo trabajo lo convirtieron, cuatro años después, en el secretario de Gobierno más joven de la historia de la capital del país, en la administración de Enrique Peñalosa. Aspiró a la Alcaldía en 2019, con el respaldo de cinco partidos, entre esos el Centro Democrático, del que fue su cabeza de lista al Senado en el 2022, por decisión del expresidente Álvaro Uribe. Desde hace un tiempo, Miguel compaginaba su labor como parlamentario con la de precandidato. Recorría el país, de hecho varias veces conversamos con él en EL HERALDO, porque deseaba ser el aspirante del CD a las presidenciales de 2026.

Confortado por el amor sanador de su esposa, de la bonita familia que con ella forjó desde hace una década, Miguel soñaba con una Colombia sin violencia. En cualquier caso, su voluntad de perdonar sin olvidar a quienes destrozaron su infancia no desaparecía del todo la angustia vital por reclamar verdad, justicia, reparación y, desde su perspectiva, seguridad, como requisitos indispensables del país en paz que demandan los ciudadanos. En particular, las víctimas del horror de las violencias, del terrorismo. Muchas veces le escuché decir que no entendía por qué algunos de sus adversarios políticos lo desconocían a él como víctima.

Ay Miguel, esa era su forma de deshumanizarte, de borrar tu rostro, de irrespetar tu dignidad, de procurar que te despreciaran por tus ideas. Mezquina manera de distorsionar la realidad para enfrentar, dividir u ofender, haciendo de la rabia un motor de odio. Son los mismos que no toleran ni soportan a quienes piensan distinto. A ellos los vincula o une el resentimiento, a diferencia de quienes como tú, a pesar del sufrimiento, conocieron la compasión, la misericordia y la esperanza. Tu vida normal, sencilla, generosa, les molestaba.

Por la coherencia de sus principios y el coraje para defenderlos, la vida de Miguel no fue en vano. Él es ya un poderoso símbolo en la lucha contra la violencia, la discordia o el miedo que a toda Colombia, sin distingo de ninguna consideración, nos debe unir para encarar el totalitarismo de los violentos, de quienes pretenden convertirnos en enemigos eternos. En serio, ¿se los vamos a permitir? El homenaje más auténtico que el pueblo, que somos todos, le puede rendir a Miguel es aislarlos, repudiar su deriva destructiva, levantar la voz contra su falsa moralidad o deseo de dañar. Es tiempo de dejar reposar el dolor de un país afligido que debe entender, como nos compartía el inmolado político, que sin perdón no es posible encontrar el camino que conduce a la esperanza y al futuro. Dios tenga piedad de Colombia.

A María Claudia y su familia, a María Carolina, a Miguel Uribe Londoño y demás familiares. A sus partidarios políticos, seguidores y amigos, nuestra solidaridad y voz de aliento. También de firmeza para que este magnicidio no quede impune ni aliente más rencores ni odios entre nosotros. Paz en la tumba de Miguel Uribe Turbay.