El inicio de la cuarta y última legislatura del Congreso de la República ha coincidido con una nueva diatriba delirante e inconexa del presidente Gustavo Petro, a quien se le acumulan las teorías conspirativas en su contra. Casi siempre, estas suelen esconder el fracaso o la frustración de quienes las proclaman, en un desesperado intento de convertir sus errores, desaciertos o incapacidades en tramas ocultas que les sirvan para justificar lo injustificable.
Las cinco horas de la improvisada alocución-consejo de ministros del pasado martes siguen causando desconcierto e hilaridad. Fue de tal calibre la bestial andanada de disparates, imprecisiones e insultos proferida por el mandatario que faltan verbos para resumir el enajenado discurso. En su alucinación esperpéntica, habló de todo y de nada, al punto de que no es posible rescatar un solo mensaje institucional. De enviar los hipopótamos del Magdalena Medio a la India, de trasladar la Estatua de la Libertad a Cartagena, de razas de perro en celo, de esclavismo, nazismo, actores porno o vendettas predicó en su monserga.
Más allá de esa reciente edición del ‘Petro Show’, que retrató el inquietante desvarío en el que cae cuando pontifica sobre lo divino y lo humano, Colombia fue testigo del desengaño que consume por dentro al presidente. Nada le gusta ni le funciona. Este país no le sirve y gobernar es un sufrimiento. No causa extrañeza que su generalizada insatisfacción le haga ver traidores, criminales o perseguidores por doquier, así como deseos de venganza o de exclusión en sus propios funcionarios. En un acto de rotunda incoherencia se quejó de la supuesta discriminación de una raza que, dijo, se considera “superior” por su piel blanca, mientras se concedía plena indulgencia para agredir a personas negras. Eso es puro racismo.
Ninguna pretendida superioridad moral o vanidad intelectual le otorga a Petro patente de corso para ensañarse contra Francia Márquez o Carlos Rosero, su sucesor en Minigualdad.
Lejos de detenerse a hacer una reflexión autocrítica sobre sus responsabilidades directas en la deriva del barco, como su timonel que es, Petro prefiere mirar hacia otro lado, como lo ha hecho desde el primer momento. Acusa a su gabinete de incumplir el programa de gobierno y anticipa “cambios radicales”. 55 ministros y 120 viceministros después, a punto de iniciar su último año de mandato, aún no encuentra quien materialice la revolución adanista que da vueltas en su mente. En consecuencia, nadie le es útil porque no están a su altura y quienes levantan la voz, cansados de guardar silencio, son inculpados de traidores.
Cada día que pasa es uno menos para que el ‘Gobierno del Cambio’ logre hacer realidad las promesas de transformación política y social por las que fue elegido. Pese a su inercia natural, saben que el tiempo va en su contra, aunque nada hace suponer que rectificarán. Principalmente, porque el presidente luce aislado tras la irresoluble fractura de la cúpula de la coalición, distante de sus más fieles escuderos del Pacto Histórico que dieron un paso al costado luego de ser devaluados, y rodeado por una camada de inexpertos servidores que una vez consolidan la curva de aprendizaje de sus cargos son desechados o salen huyendo.
Encerrado en su narcisismo autoritario del autoelogio que le impide reconocer sus errores, Petro parece más interesado en librar sus consabidas batallitas personales, políticas e internas para sumar indicios, así sean espurios, con los que responsabilizar a los demás de su caótico desgobierno, que en liderar. En consecuencia, se da como un hecho que la purga de su gabinete se intensificará, al igual que sus presiones contra los poderes públicos, la prensa y, en general, contra quienes se nieguen a aceptar que su voluntad es norma de ley.
Efraín Cepeda deja la presidencia del Congreso, pero poco o nada cambiará en una relación álgida, marcada por desencuentros e imposiciones. El senador barranquillero, del Partido Conservador, alumbró un inestimable camino de autonomía e independencia que no debe torcerse ni mucho menos desandarse durante la última y definitiva legislatura, en la que el Ejecutivo se empleará a fondo para aprobar sus proyectos. Los parlamentarios necesitarán firmeza, también altas dosis de acción política, para concertar lo que más le convenga al país. Sobre todo, porque el jefe de Estado no aspira a construir soluciones de la mano con el Legislativo, sino a manosearlo para mantener abierto un frente de confrontación que le dé réditos electorales en el crucial 2026. Si los tres años anteriores fueron inciertos, el que se inicia será más agitado por contradicciones, pugnas e inestabilidad. Notificados estamos.