
Cuando llegué al Brasil por primera vez, en 1989, el país estaba viviendo la contienda electoral que llevaría a Collor de Melo a la Presidencia de la República.Su más fuerte rival fue el socialista Luiz Inácio Lula da Silva, un hombre afable con una voluntad de lucha infatigable.
Años más tarde, Lula se convirtió en el hombre que transformó a su país en un líder mundial y logró disminuir notablemente la pobreza de ese territorio que ahora cuenta con oportunidades que, años atrás, había vivido los desmanes y despropósitos del neo-liberalismo. Su forma de hacer política y su éxito como gobernante es incuestionable.
En su reciente visita a Bogotá , Lula da Silva expresó una serie de propuestas respecto a su empeño de acabar con las grandes desigualdades que se siguen viendo en Latinoamérica y la manera idónea de combatir el comportamiento ventajoso de quienes atentan contra el verdadero sentido de la democracia. Lo que propone el ex-presidente brasilero está acorde con el más puro sentido de una política diseñada para el bien común y la consolidación de la independencia de nuestras repúblicas.
El modo de lograr realmente situarnos como países libres y soberanos está dado, esencialmente, por la lucha sin cuartel contra todas aquellas políticas que atenten contra el hambre, la miseria, la falta de oportunidades, el desempleo y las deficiencias en salud y educación. Como nordestino él conoció desde sus primeros años de vida los males causados por la miseria. Estas enseñanzas le sirvieron para proyectar su futuro hacia la construcción de la justicia social, no desfalleciendo frente a los desmanes de las dictaduras militares.
Su temperamento carismático está acompañado por la firmeza de su ideología y de unos argumentos que no tienen discusión: “ Muchas veces es mejor ceder a las presiones del silencio de un niño que a los gritos de los ricos, que no necesitan dinero prestado. Yo puedo afirmar, después de ocho años que es posible erradicar el hambre en el mundo.” Le dijo al periodista Yamid Amat.
Así se está llegando a esa democracia que tanto queremos conseguir pero que buscamos, casi siempre, por caminos equivocados. La dictadura de la riqueza desproporcionada, sin control, adueñándose de la vida y honra de los ciudadanos genera la violencia de aquellos que son injustamente marginados. Las repúblicas que viven esas situaciones se debilitan, son presa fácil de los intereses foráneos y poco a poco, pierden la autonomía que es necesaria para defender su soberanía. Se trata de naciones que no crecen y que no transitan por los caminos de la independencia económica y política.
Así las cosas, es entendible porqué sus dirigentes no pueden pensar con claridad sino que se limitan a trinar bravuconadas antes que resolver las necesidades de sus semejantes.
Por Claudia De la Espriella
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