
Definitivamente cierto
Hay que reconocer que una reforma profunda al sistema judicial no admite más espera. Muchos jueces penales ya no hacen su tarea de proteger los derechos de los ciudadanos ni castigan a los delincuentes.
En esta semana, un juez en Neiva dejó en libertad a los responsables de intentar incendiar una iglesia cristiana. Habían sido atrapados en flagrancia y obraban videos donde queda probada su participación en los hechos.
Un par de días después, una juez liberó a unos detenidos en Armenia aunque entre otras pruebas había grabaciones de la Fiscalía en los que los detenidos planeaban atacar un peaje y la casa del Gobernador del Quindío. El viernes, un juez envió a domiciliaria en Cali a dos de los cuatro acusados del asesinato de un patrullero de la Policía al que atacaron con armas blancas y de fuego y después arrojaron al río Cauca.
Hay que reconocer que una reforma profunda al sistema judicial no admite más espera. Muchos jueces penales ya no hacen su tarea de proteger los derechos de los ciudadanos ni castigan a los delincuentes.
No son, sin embargo, los únicos motivos para la reforma. La rama judicial es altamente burocrática y costosa, con seis altas cortes, 127 magistrados e incontables magistrados auxiliares, diez billones de pesos de presupuesto y aun así altamente ineficiente, lenta y morosa, con un promedio de 1.288 días para resolver un proceso contractual típico y con casi dos millones de casos por resolver. La impunidad sigue siendo escandalosa. De cada cien delitos de los que se tiene noticia, noventa y cuatro quedan en la impunidad.
La rama, además, está acosada por la corrupción. No se requiere más prueba que el infame cartel de la Toga. Es clara la necesidad de establecer un nuevo órgano para la investigación y el juzgamiento de magistrados de las altas cortes.
Pero cuando se intentó suprimir el Consejo Superior de la Judicatura y crear una comisión para el juzgamiento de aforados, la Constitucional consideró que hubo sustitución parcial de “pilares fundamentales” de la Constitución.
Estoy convencido de que esa doctrina de la Constitucional en virtud de la cual ella decide qué puede y qué no puede ser reformado de la Constitución por parte del Congreso ha sido la fuente principal de la politización de la justicia.
Desde entonces viene dándose, vía decisiones judiciales, un traslado sistemático de competencias de los poderes legislativo y ejecutivo al judicial. La erosión de la democracia es evidente. Jueces no elegidos, que no son responsables ante nadie y que no tienen ningún control, hacen saltar por los aires el texto constitucional y las leyes, que interpretan a su arbitrio y de acuerdo con sus posiciones ideológicas y sus simpatías políticas. Es el peligrosísimo, arbitrario y antidemocrático gobierno de los jueces.
La otra cara de la politización de la justicia es la judicialización de la política, el uso de la rama para eliminar a los contrincantes políticos, el traslado de la decisión política de las urnas y el Congreso a las sentencias y los despachos judiciales.
Un horror que ha tenido su última expresión en la decisión de la sala de instrucción de la Suprema de mantener competencia para investigar a Álvaro Hernán Prada, que había renunciado a su curul como representante. No dudo de que pretendan sacrificarlo para generar un hecho político ahora que el caso de Álvaro Uribe se les salió de las manos.
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