Soy muy mal lector de poesía, me cuesta meterme en el universo del poeta para ver cómo destila palabras y tiempos, por qué la respiración aquí y no más allá, por qué ese verbo en el precipicio del verso, cuál es el sentido de su métrica y rítmica. Para mí, leer poesía es extenuante.
He hecho un esfuerzo riguroso para leer a los clásicos y un ejercicio de respiración con esnórquel para mal leer a modernos y contemporáneos, y siempre termino agotado porque sé que detrás de cada palabra o silencio hay un pluriverso que los lectores no alcanzamos a imaginar y que constituyen la verdadera intención del poeta. Pongo un ejemplo para explicarme: me cuesta mucho trabajo leer la geometría poética de Jorge Luis Borges, soy muy malo para las matemáticas y esas dimensiones borgianas llenas de hipotenusas que van de la Tierra al cielo, catetos entre la vida y la inexistencia, elipses de dudas y tormentos, coordenadas de imágenes fractales que solo existen en la obscuridad de su ceguera, me causan dolor como lector porque la síntesis en poesía es daga o rayo láser que mueve la emoción.
Por eso prefiero el bolero, me resulta más tangible a los sentidos, y no es por la música, un bolero a capela tiene más significado porque así fue creado en la mente, con su propia musicalidad en y para un contexto, para crear una atmósfera que invita a algo, o para dejar una huella imperecedera porque se asocia a una emoción o evento. El primer bolerista que me viene a la cabeza es Roberto Ledesma, y lo asocio a la época de mi adolescencia en que empezaba a conocer la geometría del billar y la buchácara, y el cubano estaba en el ‘top ten’ de los salones de billar de Santa Marta, hasta yo metía de vez en cuando un níquel en el tragamonedas para escoger uno de esos boleros inolvidables. Esa atmósfera impactaba todos los sentidos, el sonido del choque de las bolas que adornaba el bolero, el olor a tiza, a azul, a cerveza, a licor, el sabor de la gaseosa que estaba permitida, las sensaciones del cuerpo al tirarse sobre la mesa para acomodar el taco y apuntar, la emoción por la carambola o por meter la bola 8 en el hueco de la esquina.
Mi poeta favorito, el que conjugó poesía y bolero, es mi padre, Otoniel Martínez Nieves, cuyos dos libros de poesía –Vigilia de la Soledad y Reminiscencias del Corazón, son los únicos que he estudiado a plenitud porque fui testigo de excepción de su gestación, parto y evolución, fui co-prologuista del primero. Como también fui espectador de sus habilidades para bailar bolero con sus zapatos corte águila de dos tonos y la elegancia para marcar los pasos, los giros. Tan buen poeta como bailador. Verlo crear un poema era una coreografía de la sala al patio, a la biblioteca en busca de una palabra, al baño para recitar las frases logradas mientras se bañaba, a gesticularlas por penúltima vez antes de salir a dar clases. Una especie de bolero en ragtime que él bailaba al compás de su propio ritmo interior.
Le rindo homenaje en el Día de la Poesía, 21 de marzo, dos días después del tercer aniversario de su fallecimiento, gracias a que Arcelio nos recordó en la reunión del Club del Hipergloso que estábamos en el día de los poetas y hasta se atrevió con un verso cibernético para Betty que todos celebramos: Yo soy tu google, porque en mí lo encuentras todo.
Por Haroldo Martínez
haroldomartinez@hotmail.com